La primera vez que la vi,
fue un lunes a las ocho de la mañana. Yo bajaba un poco despeinada,
con mi yogin de pijama floreado, bastante descolorido, y las chinelas
rojas; solo para sacar a mi perrita a hacer pis como hago
habitualmente antes de desayunar con mi marido. Y ella, con mochila
en mano, vestida muy combinada, con jeans, remera fucsia y zapatillas
a tono, me dijo que se iba a trabajar. Así nos seguimos encontrando
desde el año pasado, casi todos los días de la semana, tan solo por
unos veinte segundos, entre esas cuatro paredes móviles que nos
conducen al mundo.
Ahora ya la paso a
buscar. En vez de apretar planta baja y que el ascensor pare de
sopetón un piso mas abajo que el mío, aprieto el seis y la espero
unos segundos. Si ella está, sale y bajamos juntas. Sino, yo sigo mi
camino. Tampoco puedo esperarla demasiado aunque quisiera, porque
Daysy no aguanta y moja todo el ascensor. Ya me pasó un par de
veces.
—Hola,
soy Ana. La nueva inquilina del sexto B—me dijo ella con una
sonrisa muy fresca, apenas entró al pequeño cubículo de un metro
cuadrado. Seguro que con mi pinta se dio cuenta que vivía en el
edificio.
—Hola,
encantada. Yo soy Blanca, tu nueva vecina del séptimo B. Y ella es
Daysy. Estamos un poco apuradas por que necesita ir al baño. ¿Vos
te vas a estudiar?—le pregunté. Claro, vestía tan informal que
parecía más chica.
—No,
me voy a trabajar. Soy bailarina y tengo que ir a ensayar. También
estoy con prisa. ¡Nos vemos luego!—me dijo ella con mucha energía.
Me
quede atónita. ¡Vaya nueva vecina! Se ve que se había mudado
durante el fin de semana, cuando nosotros no estuvimos. Nos habíamos
ido a la casa de campo que tenemos con Cacho en San Vicente.
—¡Bailarina!
Qué encanto de jovencita debería ser—supuse enseguida.
Porque
tampoco era tan mayor. Podría ser mi hija tranquilamente. Esa
sonrisa tan fresca, con tanta energía a las ocho de la mañana. Se
parece a mi. Claro, solo por eso. Porque por lo otro, ojalá yo
pudiera tan solo estirar un poco mi espalda o levantar alguna pierna.
Pero después de la última recaída que tuve, quedé bastante
atrofiada. De todos modos, la actividad corporal nunca fue mi fuerte.
Aunque en mi trabajo uso mucho el cuerpo y se dice que la cocina es
un arte. Igualmente lejos estoy de ponerme a bailar.
Aunque
pensándolo bien, ¡Sí que he hecho algunos bailes en mi vida, eh!
Creo que la maternidad es lo único que me quedó pendiente. Pero con
el reuma, eso no lo pude elegir. Bueno, podría haber adoptado; qué
se yo. Pero a Cacho nunca le gustaron mucho los chicos. Ahora sería
todo tan distinto con un crío entre nosotros. Hubiese sido tan
divertido. Tal vez, ya hubiéramos sido abuelos, o estaríamos por
serlo. Seguro también tendríamos más problemas y discusiones, lo
que haría que nuestros días no fuesen tan monótonos y aburridos.
Aunque de todos modos, claro está que un hijo nunca es garantía de
nada.
Bueno,
pero lo mío no importa. Nunca importo. Había algo en Ana que me
llamaba mucho la atención. No sabía muy bien lo que era, pero luego
lo entendí todo. No es que a mí me guste meterme en los asuntos de
la vida de los demás, pero en este caso, no lo pude evitar. Fue mas
fuerte que yo.
Bueno,
en verdad, con Claudia, la dueña de ese departamento, me pasó lo
mismo. Y ahora que me acuerdo, con Martín, el inquilino que vivió
allí antes que comprara el departamento Claudia, también se me iba
la oreja. En fin, la culpa como siempre, es de mi marido. Yo le dije
a Cacho que al hacer el cerramiento del balcón con ventanas todo a
lo ancho para ampliar la cocina, me la iba a pasar escuchando todo lo
que sucediera en el balcón de abajo. Y como él nunca me hace caso,
y quería que la cocina me quedase luminosa y bien aireada; al pasar
yo tanto tiempo trabajando allí con los pedidos que me hacen mis
clientes, bueno aquí lo tienen.
Desde
aquel día, hasta hace unos meses, todos los domingos por la mañana,
cuando el sol da de lleno en el contrafrente donde está ubicada mi
cocina y su balcón, la escuchaba a Ana llorar. Yo estaba segura que
era ella, porque el llanto se oía muy de cerca, y a mí el oído
nunca me falla. Era casi siempre a la misma hora, cerca de las once,
y se oía durante unos treinta minutos aproximadamente.
Al
principio me angustiaba bastante oírla, no tenía ni idea de qué
era lo que le pasaba y tampoco me atrevía a preguntárselo. Ella
siempre se mostraba tan risueña, y parecía tan alegre. Pero claro,
su mirada no decía lo mismo. Y eso era lo que a mí me llamaba la
atención de Ana durante aquellos primeros días que me la encontraba
en el ascensor. Había algo que no me cerraba.
Por
un lado, tanta vitalidad, una sonrisa tan alegre; y por otro lado, su
mirada tan triste. Y sí, no era para menos. Igualmente esas cosas
suelen pasar a esa tierna edad. Pero dicen que los artistas son más
sensibles. Qué se yo.
Siempre
había tenido la opción de cerrar la ventana. Pero cocinando, con el
sol de frente reflejando sobre los cristales, mi cocina es una gran
horno, y si cierro la ventana, la que me cocino soy yo.
En
fin, me consolaba pensando que tal vez eso le hacía bien a ella.
Después de todo, no tiene nada de malo llorar un poco de vez en
cuando. Su llanto era prolongado y continuo, pero sereno. Nunca se
había escuchado ningún grito ni algún otro sonido que hubiese
podido dar cuenta de cierta desesperación. Más bien era solo su
llanto lo que se escuchaba en aquel entonces, y cuando se sonaba la
nariz, lo cual era señal que ya estaba por terminar de llorar.
—Seguramente
llorar la alivia y es lo que Ana necesita para luego estar alegre y
poder seguir bailando—pensaba yo mientras cortaba algún tomate,
amasaba alguna tarta, o revolvía la salsa blanca. Porque obviamente
que justo en ese preciso momento, nunca me tocaba hacer alguna cosa
muy bochornosa. Nada de batidora, procesadora ni minipimer.
De
todas formas, al lunes siguiente me quedaba mucho más tranquila
cuando la veía nuevamente con su sonrisa, entrando al ascensor.
—Hola,
Ana—le decía rápidamente al verla, en cuanto se iba abriendo la
puerta del ascensor; antes de apretujarnos en aquel diminuto
habitáculo.
—Hola,
Blanca. Que lindo día hoy, ¿no?—me decía ella la mayoría de las
veces, a modo que le devuelva algún tipo de confirmación.
—¡Hermoso!—exclamaba
yo siempre. Aunque estuviera haciendo un frío que quemara la piel, o
estuviese lloviendo a cantaros. De hecho, hay días fríos y
lluviosos, que son realmente muy bonitos.
—¡Que
tengas suerte con tu baile!—solía despedirla con entusiasmo,
mientras ella acariciaba a mi pequeña Daysy, la cual siempre
producía algún tema de conversación aunque la muy bicha no
hablara, y la gente la trataba tal como si fuera una extensión de mi
persona.
Finalmente,
parece que no estaba tan errada con los argumentos con los que yo me
consolaba.
Hace
unos meses, no recuerdo muy bien cuándo fue o tal vez prefiero no
recordar, bajé con Daysy para sacarla al baño como todas las
mañanas, y Ana no estaba en la puerta del ascensor. Lo que recuerdo
es que era una mañana un poco fresca, porque le había puesto la
mantita a mi perrita, para que no tome frío en la calle. Casualmente
Daysy siempre está conmigo en los momentos más importantes de mi
días. Es el máximo testigo de mi vida desde hace unos cuantos años.
Ella nunca me abandona. Sin duda, es mi más fiel compañera.
Me
sobresalté bastante aquel lunes, porque el día anterior no solo la
había escuchado llorar a Ana por la mañana, sino que también la
había estado escuchando llorar por la tarde, entre los chirridos de
algunas chicharras que parecían anunciar un tormenton, que por
suerte nunca llegó.
La
luz del sol aún no entraba por la ventana del pasillo, y además yo
no veía muy bien porque no llevaba puestos los lentes; pero a unos
metros de la puerta del ascensor, en lugar que este paradito el
esbelto cuerpo de Ana, alcancé a ver una bolsa de cartón muy linda,
con unas rayas y muchos colores. Supuse que era de ella, que se la
había dejado olvidada apoyada contra la pared al lado de la puerta
de su casa.
Bajé
del ascensor y miré qué había dentro. Estaba llena de papeles.
Algunos abollados y otros medios rotos. Toqué el timbre del
departamento de Ana, y no respondió. Evidentemente ya se había
marchado, porque yo había escuchado cuando abrió la persiana y se
alcanzaba a ver por debajo de la puerta algo de luz que entraba por
la ventana. Por lo tanto, Ana se había despertado y si no contestaba
era porque ya se había ido.
Parada
en ese largo y oscuro pasillo, entre la puerta de la casa de Ana y el
ascensor, con la correa de Daysy en una mano y la bolsa en la otra,
porque casi que la bolsa la agarré sin darme cuenta, no sabía muy
bien que hacer. Pero la duda me duró solo unos segundos. Sino Daysy
no iba a aguantar, y creo que yo tampoco. Me llevé la bolsa. La
guardaría en casa y después le preguntaría a Ana si era de ella y
se la había olvidado.
Un
poco achuchada por la brisa fresca de la mañana, mientras algunos
porteros comenzaban a baldear las veredas y algunos niños salían
con sus enormes mochilas rumbo a la escuela, Daysy hacía sus
necesidades en el árbol de la vereda que está frente al edificio, y
yo me senté en el escalón de la puerta, con la bolsa al lado. Sabía
que no correspondía husmear demasiado en las cosas ajenas, pero veía
todos esos papeles y me generaba mucha intriga. A la vez que se me
enfriaba la cola con el mármol gris del escalón, pensaba que por
ahí eran papeles de estudio de Ana, o boletas de servicios ya
vencidas; y así intentaba quitarle todo tipo de importancia.
Ya
en casa, no pude resistirme. Cuando se fue Cacho a trabajar, me volví
a llenar una taza de café bien caliente, me senté en el sillón
hamaca de madera que era de mi mamá, y agarré un papel. Confirmé
que la bolsa era de Ana. Abajo a la izquierda, estaba el papel
firmado por ella. Y ahí me empezó a caer la ficha de aquellos
llantos de tantos días.
Parecía
una telenovela de las dos de la tarde. Pero no, era una gran
decepción amorosa lo que había adentro de aquella bolsa. Claro,
porque me resultó imposible no agarrar unos papeles más, luego de
aquel primero. En verdad, finalmente, aprovechando la claridad y el
calorcito del sol de la mañana que entraba por mi ventana del
comedor, me los leí todos.
—Cuánto
daño nos hemos hecho cariño. Éramos los dos tan necios y egoístas.
Yo era solo una chiquilla que estaba recién comenzando a descubrir
el mundo. Y vos ibas con un poco de ventaja. Ya con la satisfacción
de ir construyendo tu mundillo profesional, apurado por casarte y
tener algunos críos seguramente. Aunque aquello nunca me lo dijiste,
se notaba. Tal vez, ese anhelo tuyo no me incluía a mí, o sabías
que aún yo no estaba lista. Sin embargo, recuerdo una tarde en tu
auto, mientras atravesábamos por milésima vez aquella infinita ruta
que unía tu casa con la mía, o la separaba, no lo sé; me dijiste
que me ibas a llenar la panza de huesos. Que espanto. Así de básico
eras, y tan extraordinario que te creías—y luego seguían otras
líneas, en aquel primer papel que agarré.
Pobre
Anita. Como para no estar triste. Evidentemente él era más grande
que ella y seguro que Ana lo había querido un montón. Si no, no se
entiende tantos papeles y tantos domingos de llanto.
Me
acomodé el almohadón del sillón para no clavarme los barrotes de
madera en la espalda, me tome el último sorbo de café, y agarré
otro papel. Ya estaba atrapadísima, metida de cabeza adentro de
aquella bolsa.
—Te
agradezco tanto aquella calurosa y oscura noche en que te fuiste
definitivamente de mi casa, y que no haya vuelto a saber más nada de
vos. Tarde o temprano, y seguro más temprano que tarde, lo nuestro
no iba a funcionar. Yo no estaba dispuesta a pagar cualquier precio,
y hacer las cosas de cualquier manera. En cambio vos, parecías no
preocuparte demasiado por nada ni por nadie, con tal de alcanzar lo
que querías. Te creías imparable, y estabas siempre tan pendiente
de quedar exitoso y triunfante ante los demás, que nunca te
importaba realmente demasiado como estaba yo. Los tan anhelados fines
de semana que nos encontrábamos en tu casa o en la mía, lo único
que yo deseaba con todo mi cuerpo, era estar las 48 horas a tu lado
oliendo tu piel a cada minuto, sentir el calor de tus manos sobre mi
espalda, la humedad de tu boca sobre la mía, pasarme el día entero
mirándome a cada segundo en el reflejo de tus ojos. En cambio vos,
te empeñabas en llevarme a todos tus eventos sociales, mostrándome
como un trofeo ante tus amigos y conocidos; y luego te ibas con los
tuyos olvidándote de mi completamente, como si yo ya no existiera.
Como aquella interminable cena que tuvimos en la casa de tu socio,
¿te acordás? O la boda de tu mejor amigo, en donde te la pasaste de
maravilla, saltando y bebiendo con tu grupete querido; y yo sentada
en la mesa, teniendo que escuchar la sarta de estupideces que decían
las mujerzuelas de aquellos. Como te deteste aquella vez—así
escribía Anita.
Qué
desgraciado el tipo. Parece que no la cuidaba mucho. Al fin y al
cabo, son todos iguales. Aunque de Cacho yo no me puedo quejar. La
verdad es que a mí me cuida un montón.
El
último papel que agarré estaba roto en pedazos, pero lo pegué con
cinta y quedó perfecto. Súper legible. Si me hubiese visto mi
marido, me hubiese matado. Pero me acomodé un poco más en el
sillón, me la senté a Daysy sobre mi falda, y seguí. Los pedidos
que tenía de mis clientes en la cocina podían esperar.
Ese
último decía:
—Tus
palabras hirientes después de tantas discusiones y tus caricias de
todos esos años, se desprendían de mi cuerpo cada noche, con cada
gota de sudor que brotaba de mi piel. Fue doloroso, muy doloroso. Por
momentos parecía que me estaba despellejando. Vos me decías que no
perdiéramos más tiempo, que no nos lastimemos más. Y luego entendí
que tenías razón. Que era lo mejor para los dos. En cuanto cerré
la puerta de mi casa y te vi marcharte por ultima vez, el mundo se me
vino a bajo. De un solo tirón, me estabas arrancando toda mi vida.
Pero no estaba dispuesta a perderlo todo. No valías tanto, y
sobretodo no valías más que yo. Aunque eso era lo que vos pensabas
y lo que me querías hacer creer a toda costa, hablando siempre de
tus negocios y de tus problemas con tu socio y tus amigos, convencido
que eran cuestiones de suma relevancia; mientras que lo mio me decías
que eran delirios y nimiedades de una artista sensible, ingenua y
soñadora. Que patético que resultaste. Mi amiga Sabrina, sí, esa
que a vos no te gustaba nada, claro, porque no te convenía; me dijo
aquella noche que mi capacidad de amar, nadie me la iba a poder
quitar, y continúe.
—¡Lo
bien que hiciste Anita!—pensé yo.
Me
fui a la cocina a servirme otra taza de café bien caliente, pues la
situación realmente lo ameritaba. Había que pasar ese trago amargo.
Pobre Ana. Se me partía el alma. Y después dicen que el amor es
lindo. Por favor, cuántos domingos tuvo que llorar ese encanto de
chica mientras escribía esas cartas, para sacarse de encima a ese
tipo. Bueno, porque al menos eso es lo que yo suponía.
Para
mí que Ana se levantaba los domingos, y como era el único día de
la semana en el que no tenía que salir corriendo a ensayar,
aprovechaba el hermoso sol de la mañana que da sobre el balcón,
para escribir esas cartas y así lograr olvidarse de él. Y claro,
entonces las lágrimas eran inevitables.
Pero
la cosa no quedó ahí. Intentando comenzar con mis asuntos del día
en la cocina, me había puesto a pensar qué hacer con esa bolsa. Se
la devolvería a Ana, aclarándole que no había leído nada. Era
ridículo. Tenía todos los papeles que estaban hechos un bollo, bien
estiraditos; y el que estaba roto, pegado a la perfección. Volvería
a hacer bollitos, y a romper el papel que restituí. Pero no fue
necesario.
Me
la pasé todo el santo día pensando en Ana y aquella maldita bolsa.
Se me juntó un montón de trabajo, pero la inquietud que me produjo
aquellas cartas fue demasiada. No pude evitar meter la pata en mi
bendita comida. Algunas tartas quemadas, otras salsas con grumos, y
un poco de aceite de más en algunas ensaladas.
—¿Cómo
puede ser que Anita se haya enamorada de un tipo así?, ¿Habrá sido
su primer amor?, ¿Dónde lo debe haber conocido?, ¿Cuándo habrá
sido aquella última noche que se vieron?, ¿Cuanto tiempo habrán
pasado juntos?, ¿Y cómo es posible que Ana se haya olvidado esa
bolsa en la puerta de su casa?—me
preguntaba en mi cocina bastante sucia, y con olor a quemado por los
despistes del día.
Luego
la noche se puso linda, estaba cálida, y mientras esperaba en la
puerta del edifico a que mi pequeña Daysy hiciera su último pichín
del día, un muchacho muy guapo, alto, un poco flacucho pero con muy
buen porte, tocó el timbre en el portero eléctrico del
departamento de Ana. Vestía informal pero muy elegante, con jean,
camisa blanca y un saco. Ana enseguida contestó:
—¿Sí?
—Soy
yo—respondió él.
—Ya
bajo—replico ella.
¡Vaya
confianza! Evidentemente ya se conocían, y Ana lo estaba esperando.
Si no, qué clase de respuesta era esa para identificarse, ante un
portero eléctrico de un edificio de nueve pisos con 30
departamentos.
—Hola,
Blanca—me dijo Ana al abrir la puerta, luego de saludarlo a él con
un tímido beso en la boca.
Claro,
yo estaba a medio metro de ellos nomas. Y si me corría un poco de la
puerta, seguro que Daysy me iba a perder de vista y se asustaría.
No es que a mí me importara saber quién era ese susodicho. Aunque
después de semejante culebrón que había tenido por la mañana, me
intrigaba un poco imaginar quién sería el próximo. Pero me lo
hubiese podido aguantar.
—Hola,
Ana, buenas noches. ¡Que alegría verte!—me salió decirle.
Y
la verdad es que era cierto. Luego de haberla escuchado llorar tanto
el día anterior, y de haber leído esas cartas, era realmente una
alegría volver a verla. Y más aún, tener la oportunidad de haberla
visto en esa otra situación.
—El
es Octavio. Octavio, ella es Blanca. Mi vecina del séptimo B de la
que te hablé el otro día—nos presentó simpáticamente Ana, que
al parecer ya le había hablado de mi. O sea que se conocían hace un
tiempo, pues ella no iba a hablarle de mí a un tipo cualquiera en
unas primas citas.
—Ah,
¿qué tal? Un gusto—le dije, mientras le tendí la mano para
saludarlo.
Aquella
vez tenía el pelo y el pantalón negro que uso para cocinar, con un
poco de harina; pero por suerte no estaba en pijama y chancletas como
aquel día que en que la vi a Ana por primera vez.
—Encantado
de conocerla—me dijo él muy amablemente, cambiando de mano un
paquete que llevaba, para responder a mi saludo mientras iba poniendo
un pie ya del otro lado de la puerta, como con un poco de prisa.
—Pasen,
pasen. Después yo subo con Daysy— le dije a Ana, que estaba
dubitativa entre esperarme a que entrara yo también con ellos o
cerrar la puerta del edifico, tras Octavio.
Le
puse la correa a Daysy, y me la llevé a dar una vuelta manzana.
Necesitaba caminar un poco y tomar aire fresco, mientras pensaba.
Mis vecinos iban llegando a sus casas después de la jornada laboral,
la ciudad se iba silenciando un poco, y yo iba a los tirones con
Daysy que se paraba a oler cada árbol de la cuadra.
—¿Qué
es ese paquete que llevaría ese muchacho?, ¿Sería un regalo para
Anita?, ¿Desde cuando se conocerían?, ¿Pasarán la noche juntos?,
¿Y ahora yo que hago con esa bolsa?—me
preguntaba ansiosa, con mucha curiosidad, mientras caminaba.
En
fin, evidentemente, esas cartas y esas lágrimas habían sido un buen
drenaje para Ana; y parecía entonces que la muchachita ya estaba
dando una nueva batalla. Y digo nueva, porque si bien en esas cartas
ella nunca había escrito el nombre de él, porque tal vez pensaba
que no era necesario, o que al no escribir su nombre sería la mejor
forma de olvidarlo, aunque más bien yo creo que es todo lo
contrario; ella decía allí que él era un poco regordete y petacón.
Por lo tanto, este muchacho no podía ser el mismo que aquél.
Terminada
la vuelta manzana, con la cabeza un poco más aireada, decidí no
decirle nada a Ana acerca de haber hallado aquella bolsa. A no ser
que ella me hiciese algún comentario al respecto. Me convencí de
que aquellos papeles ya eran basura. Seguro que el llanto extra de
ese domingo a la tarde, había sido el último tirón. Claro, al día
siguiente venía él. Esas cartas tenían que salir de casa. Era
momento de dar vuelta la página y empezar un nuevo capítulo.
Alegremente,
guardé aquella bolsa en el fondo de mi placard, donde todavía la
tengo, y en el transcurso de los meses siguientes fue notable cómo
le cambio la mirada a Ana. Sus ojitos estaban cada vez más
brillantes, y su sonrisa tan fresca ahora parecía que la tenía
atornillada. Que contenta que me ponía verla así.
Algunos
días por la mañana yo veía como él la pasaba a buscar con
su auto para llevarla a su ensayo, y otras veces bajan directamente
los dos juntos y éramos cuatro los que íbamos en el bendito
ascensor. Evidentemente esas veces él pasaba la noche en la casa de
ella. Que grandioso, esas mañanas Ana estaba radiante.
—¿Habrían
dormido algo?—me
intrigaba saber.
Por
las pocas palabras que podía ir arrancándole a Octavio, parecía
una persona muy interesante, aunque un poco reservado; pero se
mostraba muy amoroso con Ana, y todo un caballero con nosotras,
incluida Daysy, por supuesto. Me contó que trabajaba en microcentro,
en una empresa de tecnología haciendo investigación. Que fantástico
ese mundo.
Lógicamente,
los domingos por la mañana ya no se escuchaban más llantos. A veces
un poco de música, y algunas otras parecía que Ana no amanecía
allí. Probablemente esas noches ella se quedaba en la casa de él.
—¿Dónde
viviría Octavio?, ¿Qué harían el fin de semana?—quería
averiguarlo. Ya se los iba a preguntar la próxima vez que me
los cruzara. Aunque me parece, que los domingos por la tarde solían
salir a andar en bicicleta, porque Ana me contó que él le compró
una bicicleta violeta, especialmente para ella.
Que
maravilla, sin duda con Octavio estaría todo marchando genial, y Ana
seguro que se estaría haciendo grandes ilusiones.
Pero
no. Eso era lo que yo pensaba. No iba a ser tan fácil para la pobre
Anita.
—¡No
sé que hacer, Vanesa! ¡Se va, entendés que se va! Me dice que me
vaya con él, pero es un disparate. Qué hago con mis cosas, mi
baile, mis funciones. Estamos por estrenar. No puedo irme así y
dejar todo por él, de un día para el otro. ¿Y si no funciona?—esta
vez sí que los llantos eran desesperantes.
Estaba
cocinando un cheesecake, pero me quedé en shock parada en frente de
la ventana, y se me hizo un nudo en la garganta. Cuanta pena hija
mía. Tanta angustia que me dieron ganas de llorar a mí también.
Tenía ganas de ir corriendo a abrazarla para que se tranquilizara.
No tengo idea que es lo que le hubiese dicho, pero aunque sea
servirle una taza de té.
Apagué
la radio que tenía como sonido de fondo en la cocina, y seguí
escuchando. Por suerte era la hora de la siesta, donde hay un poco
más de calma en el edificio, y todavía no se escuchan las bocinas
de los autos por la salida de los colegios de los chicos.
—¿Y
si no voy y me arrepiento por el resto de mi vida? ¿Justo ahora
tenía que salirle la beca para hacer el doctorado? Él también esta
muy mal. No quiere marcharse sin mí, pero tampoco quiere perder la
beca. Me dijo que sería solo por un tiempo, y que luego volveríamos,
si eso era lo que yo quería—se continuaba escuchando a los gritos
desde mi ventana, entre los llantos y la sonada de la nariz; que en
ese caso no perecía que fuese precisamente la señal de que Ana
estuviese por terminar de llorar.
Se
ve que estaría hablando por teléfono con alguna amiga. Que justo,
marchaba todo tan bien.
—¿Y
ahora qué iría a hacer la pobre Anita?—me preguntaba yo con una
ligera tristeza.
No
pude seguir con mis tareas, apagué el horno y puse a calentar un
poco de agua para hacerme un té; a la vez que alcé a Daysy para
hacerle algunos mimos.
—¡Decime
qué hago, por favor! Si se va y lo pierdo, me muero. ¿Pero si me
voy y no funciona?—le decía Ana a quién fuera que estuviese del
otro lado del teléfono escuchándola.
—¿Qué
le estaría diciendo esa tal Vanesa a mi querida Anita?—pensaba,
mientras me arrimaba a la ventana una banqueta de la barra de la
cocina, para sentarme y tranquilizarme un poco.
Tal
vez, no es para tanto. Pero es que esa chica es tan sensible y tan
expresiva. La verdad, que ya le he tomado mucho cariño. No tengo
idea que va a ser lo mejor para ella. Pero si se va, la voy a
extrañar un montón. Ojalá que tome una buena decisión. Aunque
cómo saberlo de ante mano. En cualquier caso, se estaría
arriesgando a perder algo. Cuanta incertidumbre. A mi me parece que
este Octavio tiene pinta de ser un buen muchacho, y a Ana se la vio
muy bien todo este tiempo. A lo mejor, es un buen partido para ella.
Al
día siguiente no me la encontré en el ascensor, ni al otro ni
tampoco al otro.
—Claro,
debería estar un poco revolucionada con la decisión que tenia que
tomar, y seguro que había cambiado su rutina—se
me ocurría pensar.
—¿Se
habría ido?—se me cruzó
por la cabeza un día de esos.
—No
puede ser. Cómo se va a ir sin saludarme—me
dije enseguida.
Se
me pasaban tan lentos aquellos 20 segundos de esos días, en aquella
caja de un metro por un metro, que ahora nos quedaba nuevamente enorme. Daysy también me miraba extrañada. Cada mañana la esperaba
un poco más de tiempo con las puertas abiertas del ascensor en aquel
oscuro pasillo, a que salga de su casa; pero Anita no aparecía.
Esos
días me la pasé cocinando sin prender la radio y con todas las
ventanas de la cocina bien abiertas, aunque se me enfriara toda la
comida que tenía que entregar caliente; pero así todo no alcanzaba
a escuchar ningún sonido que viniese del departamento de Ana.
Ya
me estaba preocupando. A ver si por tanta pena, se le hubiese
ocurrido hacer algún disparate. Que desgracia dios mio.
Poco
a poco, me iba dando cuenta cuanto la iba a extrañar a Anita si se
iba. Me hace arrancar el día con tanto entusiasmo, cada mañana
tiene algo nuevo para contarme. Me transmite tantas ganas de vivir.
Su felicidad es realmente muy contagiosa.
—¿Dónde
se habría metido?, ¿Estaría con Octavio o él ya se habría
marchado por la beca?—me
preguntaba a cada rato, mientras me iba entristeciendo cada vez un
poco más, por el hecho de pensar tan solo de no volver a verla.
Finalmente
otro día comenzó. Fue un lindo amanecer. Se esta acercando la
primavera, y ya se pueden oír algunos pajaritos tempraneros que
cantan cuando empieza a salir el sol.
—Hola,
Ana—le dije hoy a la mañana, disimulando mi sorpresa y mi alegría
de verla otra vez paradita en la puerta del ascensor.
—Hola,
Blanca—me dijo ella, esta vez sin su sonrisa y con los ojos
vidriosos, mientras comenzábamos a apretujarnos una vez más en
aquel benévolo cubículo.
—¡Que
tengas un lindo día! ¡Y suerte con lo tuyo!—me salió decirle a
mí, luego del largo silencio con el que bajamos al mundo.
—Adiós,
Blanca. ¡Ojala así sea!—me dijo ella entre dientes, con un
suspiro y dándome un fuerte abrazo.
—¡Vaya
muchachita! Que después de todo, ¡son las cosas de la vida!, ¿no,
Daysy?—pero claro, Daysy no me respondió. Ella sabía que eran
palabras livianas que yo soltaba al aire, tan solo para consolarme un
poco a mi misma.
B.C
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