miércoles, 28 de febrero de 2018

TE VOY A EXTRAÑAR


La primera vez que la vi, fue un lunes a las ocho de la mañana. Yo bajaba un poco despeinada, con mi yogin de pijama floreado, bastante descolorido, y las chinelas rojas; solo para sacar a mi perrita a hacer pis como hago habitualmente antes de desayunar con mi marido. Y ella, con mochila en mano, vestida muy combinada, con jeans, remera fucsia y zapatillas a tono, me dijo que se iba a trabajar. Así nos seguimos encontrando desde el año pasado, casi todos los días de la semana, tan solo por unos veinte segundos, entre esas cuatro paredes móviles que nos conducen al mundo.

Ahora ya la paso a buscar. En vez de apretar planta baja y que el ascensor pare de sopetón un piso mas abajo que el mío, aprieto el seis y la espero unos segundos. Si ella está, sale y bajamos juntas. Sino, yo sigo mi camino. Tampoco puedo esperarla demasiado aunque quisiera, porque Daysy no aguanta y moja todo el ascensor. Ya me pasó un par de veces.

—Hola, soy Ana. La nueva inquilina del sexto B—me dijo ella con una sonrisa muy fresca, apenas entró al pequeño cubículo de un metro cuadrado. Seguro que con mi pinta se dio cuenta que vivía en el edificio.
—Hola, encantada. Yo soy Blanca, tu nueva vecina del séptimo B. Y ella es Daysy. Estamos un poco apuradas por que necesita ir al baño. ¿Vos te vas a estudiar?—le pregunté. Claro, vestía tan informal que parecía más chica.
—No, me voy a trabajar. Soy bailarina y tengo que ir a ensayar. También estoy con prisa. ¡Nos vemos luego!—me dijo ella con mucha energía.

Me quede atónita. ¡Vaya nueva vecina! Se ve que se había mudado durante el fin de semana, cuando nosotros no estuvimos. Nos habíamos ido a la casa de campo que tenemos con Cacho en San Vicente.

—¡Bailarina! Qué encanto de jovencita debería ser—supuse enseguida.

Porque tampoco era tan mayor. Podría ser mi hija tranquilamente. Esa sonrisa tan fresca, con tanta energía a las ocho de la mañana. Se parece a mi. Claro, solo por eso. Porque por lo otro, ojalá yo pudiera tan solo estirar un poco mi espalda o levantar alguna pierna. Pero después de la última recaída que tuve, quedé bastante atrofiada. De todos modos, la actividad corporal nunca fue mi fuerte. Aunque en mi trabajo uso mucho el cuerpo y se dice que la cocina es un arte. Igualmente lejos estoy de ponerme a bailar.

Aunque pensándolo bien, ¡Sí que he hecho algunos bailes en mi vida, eh! Creo que la maternidad es lo único que me quedó pendiente. Pero con el reuma, eso no lo pude elegir. Bueno, podría haber adoptado; qué se yo. Pero a Cacho nunca le gustaron mucho los chicos. Ahora sería todo tan distinto con un crío entre nosotros. Hubiese sido tan divertido. Tal vez, ya hubiéramos sido abuelos, o estaríamos por serlo. Seguro también tendríamos más problemas y discusiones, lo que haría que nuestros días no fuesen tan monótonos y aburridos. Aunque de todos modos, claro está que un hijo nunca es garantía de nada.

Bueno, pero lo mío no importa. Nunca importo. Había algo en Ana que me llamaba mucho la atención. No sabía muy bien lo que era, pero luego lo entendí todo. No es que a mí me guste meterme en los asuntos de la vida de los demás, pero en este caso, no lo pude evitar. Fue mas fuerte que yo.

Bueno, en verdad, con Claudia, la dueña de ese departamento, me pasó lo mismo. Y ahora que me acuerdo, con Martín, el inquilino que vivió allí antes que comprara el departamento Claudia, también se me iba la oreja. En fin, la culpa como siempre, es de mi marido. Yo le dije a Cacho que al hacer el cerramiento del balcón con ventanas todo a lo ancho para ampliar la cocina, me la iba a pasar escuchando todo lo que sucediera en el balcón de abajo. Y como él nunca me hace caso, y quería que la cocina me quedase luminosa y bien aireada; al pasar yo tanto tiempo trabajando allí con los pedidos que me hacen mis clientes, bueno aquí lo tienen.

Desde aquel día, hasta hace unos meses, todos los domingos por la mañana, cuando el sol da de lleno en el contrafrente donde está ubicada mi cocina y su balcón, la escuchaba a Ana llorar. Yo estaba segura que era ella, porque el llanto se oía muy de cerca, y a mí el oído nunca me falla. Era casi siempre a la misma hora, cerca de las once, y se oía durante unos treinta minutos aproximadamente.

Al principio me angustiaba bastante oírla, no tenía ni idea de qué era lo que le pasaba y tampoco me atrevía a preguntárselo. Ella siempre se mostraba tan risueña, y parecía tan alegre. Pero claro, su mirada no decía lo mismo. Y eso era lo que a mí me llamaba la atención de Ana durante aquellos primeros días que me la encontraba en el ascensor. Había algo que no me cerraba.

Por un lado, tanta vitalidad, una sonrisa tan alegre; y por otro lado, su mirada tan triste. Y sí, no era para menos. Igualmente esas cosas suelen pasar a esa tierna edad. Pero dicen que los artistas son más sensibles. Qué se yo.

Siempre había tenido la opción de cerrar la ventana. Pero cocinando, con el sol de frente reflejando sobre los cristales, mi cocina es una gran horno, y si cierro la ventana, la que me cocino soy yo.

En fin, me consolaba pensando que tal vez eso le hacía bien a ella. Después de todo, no tiene nada de malo llorar un poco de vez en cuando. Su llanto era prolongado y continuo, pero sereno. Nunca se había escuchado ningún grito ni algún otro sonido que hubiese podido dar cuenta de cierta desesperación. Más bien era solo su llanto lo que se escuchaba en aquel entonces, y cuando se sonaba la nariz, lo cual era señal que ya estaba por terminar de llorar.

—Seguramente llorar la alivia y es lo que Ana necesita para luego estar alegre y poder seguir bailando—pensaba yo mientras cortaba algún tomate, amasaba alguna tarta, o revolvía la salsa blanca. Porque obviamente que justo en ese preciso momento, nunca me tocaba hacer alguna cosa muy bochornosa. Nada de batidora, procesadora ni minipimer.

De todas formas, al lunes siguiente me quedaba mucho más tranquila cuando la veía nuevamente con su sonrisa, entrando al ascensor.

—Hola, Ana—le decía rápidamente al verla, en cuanto se iba abriendo la puerta del ascensor; antes de apretujarnos en aquel diminuto habitáculo.
—Hola, Blanca. Que lindo día hoy, ¿no?—me decía ella la mayoría de las veces, a modo que le devuelva algún tipo de confirmación.
—¡Hermoso!—exclamaba yo siempre. Aunque estuviera haciendo un frío que quemara la piel, o estuviese lloviendo a cantaros. De hecho, hay días fríos y lluviosos, que son realmente muy bonitos.
—¡Que tengas suerte con tu baile!—solía despedirla con entusiasmo, mientras ella acariciaba a mi pequeña Daysy, la cual siempre producía algún tema de conversación aunque la muy bicha no hablara, y la gente la trataba tal como si fuera una extensión de mi persona.

Finalmente, parece que no estaba tan errada con los argumentos con los que yo me consolaba.

Hace unos meses, no recuerdo muy bien cuándo fue o tal vez prefiero no recordar, bajé con Daysy para sacarla al baño como todas las mañanas, y Ana no estaba en la puerta del ascensor. Lo que recuerdo es que era una mañana un poco fresca, porque le había puesto la mantita a mi perrita, para que no tome frío en la calle. Casualmente Daysy siempre está conmigo en los momentos más importantes de mi días. Es el máximo testigo de mi vida desde hace unos cuantos años. Ella nunca me abandona. Sin duda, es mi más fiel compañera.

Me sobresalté bastante aquel lunes, porque el día anterior no solo la había escuchado llorar a Ana por la mañana, sino que también la había estado escuchando llorar por la tarde, entre los chirridos de algunas chicharras que parecían anunciar un tormenton, que por suerte nunca llegó.

La luz del sol aún no entraba por la ventana del pasillo, y además yo no veía muy bien porque no llevaba puestos los lentes; pero a unos metros de la puerta del ascensor, en lugar que este paradito el esbelto cuerpo de Ana, alcancé a ver una bolsa de cartón muy linda, con unas rayas y muchos colores. Supuse que era de ella, que se la había dejado olvidada apoyada contra la pared al lado de la puerta de su casa.

Bajé del ascensor y miré qué había dentro. Estaba llena de papeles. Algunos abollados y otros medios rotos. Toqué el timbre del departamento de Ana, y no respondió. Evidentemente ya se había marchado, porque yo había escuchado cuando abrió la persiana y se alcanzaba a ver por debajo de la puerta algo de luz que entraba por la ventana. Por lo tanto, Ana se había despertado y si no contestaba era porque ya se había ido.

Parada en ese largo y oscuro pasillo, entre la puerta de la casa de Ana y el ascensor, con la correa de Daysy en una mano y la bolsa en la otra, porque casi que la bolsa la agarré sin darme cuenta, no sabía muy bien que hacer. Pero la duda me duró solo unos segundos. Sino Daysy no iba a aguantar, y creo que yo tampoco. Me llevé la bolsa. La guardaría en casa y después le preguntaría a Ana si era de ella y se la había olvidado.

Un poco achuchada por la brisa fresca de la mañana, mientras algunos porteros comenzaban a baldear las veredas y algunos niños salían con sus enormes mochilas rumbo a la escuela, Daysy hacía sus necesidades en el árbol de la vereda que está frente al edificio, y yo me senté en el escalón de la puerta, con la bolsa al lado. Sabía que no correspondía husmear demasiado en las cosas ajenas, pero veía todos esos papeles y me generaba mucha intriga. A la vez que se me enfriaba la cola con el mármol gris del escalón, pensaba que por ahí eran papeles de estudio de Ana, o boletas de servicios ya vencidas; y así intentaba quitarle todo tipo de importancia.

Ya en casa, no pude resistirme. Cuando se fue Cacho a trabajar, me volví a llenar una taza de café bien caliente, me senté en el sillón hamaca de madera que era de mi mamá, y agarré un papel. Confirmé que la bolsa era de Ana. Abajo a la izquierda, estaba el papel firmado por ella. Y ahí me empezó a caer la ficha de aquellos llantos de tantos días.

Parecía una telenovela de las dos de la tarde. Pero no, era una gran decepción amorosa lo que había adentro de aquella bolsa. Claro, porque me resultó imposible no agarrar unos papeles más, luego de aquel primero. En verdad, finalmente, aprovechando la claridad y el calorcito del sol de la mañana que entraba por mi ventana del comedor, me los leí todos.

—Cuánto daño nos hemos hecho cariño. Éramos los dos tan necios y egoístas. Yo era solo una chiquilla que estaba recién comenzando a descubrir el mundo. Y vos ibas con un poco de ventaja. Ya con la satisfacción de ir construyendo tu mundillo profesional, apurado por casarte y tener algunos críos seguramente. Aunque aquello nunca me lo dijiste, se notaba. Tal vez, ese anhelo tuyo no me incluía a mí, o sabías que aún yo no estaba lista. Sin embargo, recuerdo una tarde en tu auto, mientras atravesábamos por milésima vez aquella infinita ruta que unía tu casa con la mía, o la separaba, no lo sé; me dijiste que me ibas a llenar la panza de huesos. Que espanto. Así de básico eras, y tan extraordinario que te creías—y luego seguían otras líneas, en aquel primer papel que agarré.

Pobre Anita. Como para no estar triste. Evidentemente él era más grande que ella y seguro que Ana lo había querido un montón. Si no, no se entiende tantos papeles y tantos domingos de llanto.

Me acomodé el almohadón del sillón para no clavarme los barrotes de madera en la espalda, me tome el último sorbo de café, y agarré otro papel. Ya estaba atrapadísima, metida de cabeza adentro de aquella bolsa.

—Te agradezco tanto aquella calurosa y oscura noche en que te fuiste definitivamente de mi casa, y que no haya vuelto a saber más nada de vos. Tarde o temprano, y seguro más temprano que tarde, lo nuestro no iba a funcionar. Yo no estaba dispuesta a pagar cualquier precio, y hacer las cosas de cualquier manera. En cambio vos, parecías no preocuparte demasiado por nada ni por nadie, con tal de alcanzar lo que querías. Te creías imparable, y estabas siempre tan pendiente de quedar exitoso y triunfante ante los demás, que nunca te importaba realmente demasiado como estaba yo. Los tan anhelados fines de semana que nos encontrábamos en tu casa o en la mía, lo único que yo deseaba con todo mi cuerpo, era estar las 48 horas a tu lado oliendo tu piel a cada minuto, sentir el calor de tus manos sobre mi espalda, la humedad de tu boca sobre la mía, pasarme el día entero mirándome a cada segundo en el reflejo de tus ojos. En cambio vos, te empeñabas en llevarme a todos tus eventos sociales, mostrándome como un trofeo ante tus amigos y conocidos; y luego te ibas con los tuyos olvidándote de mi completamente, como si yo ya no existiera. Como aquella interminable cena que tuvimos en la casa de tu socio, ¿te acordás? O la boda de tu mejor amigo, en donde te la pasaste de maravilla, saltando y bebiendo con tu grupete querido; y yo sentada en la mesa, teniendo que escuchar la sarta de estupideces que decían las mujerzuelas de aquellos. Como te deteste aquella vez—así escribía Anita.

Qué desgraciado el tipo. Parece que no la cuidaba mucho. Al fin y al cabo, son todos iguales. Aunque de Cacho yo no me puedo quejar. La verdad es que a mí me cuida un montón.

El último papel que agarré estaba roto en pedazos, pero lo pegué con cinta y quedó perfecto. Súper legible. Si me hubiese visto mi marido, me hubiese matado. Pero me acomodé un poco más en el sillón, me la senté a Daysy sobre mi falda, y seguí. Los pedidos que tenía de mis clientes en la cocina podían esperar.

Ese último decía:

—Tus palabras hirientes después de tantas discusiones y tus caricias de todos esos años, se desprendían de mi cuerpo cada noche, con cada gota de sudor que brotaba de mi piel. Fue doloroso, muy doloroso. Por momentos parecía que me estaba despellejando. Vos me decías que no perdiéramos más tiempo, que no nos lastimemos más. Y luego entendí que tenías razón. Que era lo mejor para los dos. En cuanto cerré la puerta de mi casa y te vi marcharte por ultima vez, el mundo se me vino a bajo. De un solo tirón, me estabas arrancando toda mi vida. Pero no estaba dispuesta a perderlo todo. No valías tanto, y sobretodo no valías más que yo. Aunque eso era lo que vos pensabas y lo que me querías hacer creer a toda costa, hablando siempre de tus negocios y de tus problemas con tu socio y tus amigos, convencido que eran cuestiones de suma relevancia; mientras que lo mio me decías que eran delirios y nimiedades de una artista sensible, ingenua y soñadora. Que patético que resultaste. Mi amiga Sabrina, sí, esa que a vos no te gustaba nada, claro, porque no te convenía; me dijo aquella noche que mi capacidad de amar, nadie me la iba a poder quitar, y continúe.

—¡Lo bien que hiciste Anita!—pensé yo.

Me fui a la cocina a servirme otra taza de café bien caliente, pues la situación realmente lo ameritaba. Había que pasar ese trago amargo. Pobre Ana. Se me partía el alma. Y después dicen que el amor es lindo. Por favor, cuántos domingos tuvo que llorar ese encanto de chica mientras escribía esas cartas, para sacarse de encima a ese tipo. Bueno, porque al menos eso es lo que yo suponía.

Para mí que Ana se levantaba los domingos, y como era el único día de la semana en el que no tenía que salir corriendo a ensayar, aprovechaba el hermoso sol de la mañana que da sobre el balcón, para escribir esas cartas y así lograr olvidarse de él. Y claro, entonces las lágrimas eran inevitables.

Pero la cosa no quedó ahí. Intentando comenzar con mis asuntos del día en la cocina, me había puesto a pensar qué hacer con esa bolsa. Se la devolvería a Ana, aclarándole que no había leído nada. Era ridículo. Tenía todos los papeles que estaban hechos un bollo, bien estiraditos; y el que estaba roto, pegado a la perfección. Volvería a hacer bollitos, y a romper el papel que restituí. Pero no fue necesario.

Me la pasé todo el santo día pensando en Ana y aquella maldita bolsa. Se me juntó un montón de trabajo, pero la inquietud que me produjo aquellas cartas fue demasiada. No pude evitar meter la pata en mi bendita comida. Algunas tartas quemadas, otras salsas con grumos, y un poco de aceite de más en algunas ensaladas.

—¿Cómo puede ser que Anita se haya enamorada de un tipo así?, ¿Habrá sido su primer amor?, ¿Dónde lo debe haber conocido?, ¿Cuándo habrá sido aquella última noche que se vieron?, ¿Cuanto tiempo habrán pasado juntos?, ¿Y cómo es posible que Ana se haya olvidado esa bolsa en la puerta de su casa?—me preguntaba en mi cocina bastante sucia, y con olor a quemado por los despistes del día.

Luego la noche se puso linda, estaba cálida, y mientras esperaba en la puerta del edifico a que mi pequeña Daysy hiciera su último pichín del día, un muchacho muy guapo, alto, un poco flacucho pero con muy buen porte, tocó el timbre en el portero eléctrico del departamento de Ana. Vestía informal pero muy elegante, con jean, camisa blanca y un saco. Ana enseguida contestó:

—¿Sí?
—Soy yo—respondió él.
—Ya bajo—replico ella.

¡Vaya confianza! Evidentemente ya se conocían, y Ana lo estaba esperando. Si no, qué clase de respuesta era esa para identificarse, ante un portero eléctrico de un edificio de nueve pisos con 30 departamentos.

—Hola, Blanca—me dijo Ana al abrir la puerta, luego de saludarlo a él con un tímido beso en la boca.

Claro, yo estaba a medio metro de ellos nomas. Y si me corría un poco de la puerta, seguro que Daysy me iba a perder de vista y se asustaría. No es que a mí me importara saber quién era ese susodicho. Aunque después de semejante culebrón que había tenido por la mañana, me intrigaba un poco imaginar quién sería el próximo. Pero me lo hubiese podido aguantar.

—Hola, Ana, buenas noches. ¡Que alegría verte!—me salió decirle.

Y la verdad es que era cierto. Luego de haberla escuchado llorar tanto el día anterior, y de haber leído esas cartas, era realmente una alegría volver a verla. Y más aún, tener la oportunidad de haberla visto en esa otra situación.

—El es Octavio. Octavio, ella es Blanca. Mi vecina del séptimo B de la que te hablé el otro día—nos presentó simpáticamente Ana, que al parecer ya le había hablado de mi. O sea que se conocían hace un tiempo, pues ella no iba a hablarle de mí a un tipo cualquiera en unas primas citas.

—Ah, ¿qué tal? Un gusto—le dije, mientras le tendí la mano para saludarlo.

Aquella vez tenía el pelo y el pantalón negro que uso para cocinar, con un poco de harina; pero por suerte no estaba en pijama y chancletas como aquel día que en que la vi a Ana por primera vez.

—Encantado de conocerla—me dijo él muy amablemente, cambiando de mano un paquete que llevaba, para responder a mi saludo mientras iba poniendo un pie ya del otro lado de la puerta, como con un poco de prisa.

—Pasen, pasen. Después yo subo con Daysy— le dije a Ana, que estaba dubitativa entre esperarme a que entrara yo también con ellos o cerrar la puerta del edifico, tras Octavio.

Le puse la correa a Daysy, y me la llevé a dar una vuelta manzana. Necesitaba caminar un poco y tomar aire fresco, mientras pensaba. Mis vecinos iban llegando a sus casas después de la jornada laboral, la ciudad se iba silenciando un poco, y yo iba a los tirones con Daysy que se paraba a oler cada árbol de la cuadra.

—¿Qué es ese paquete que llevaría ese muchacho?, ¿Sería un regalo para Anita?, ¿Desde cuando se conocerían?, ¿Pasarán la noche juntos?, ¿Y ahora yo que hago con esa bolsa?—me preguntaba ansiosa, con mucha curiosidad, mientras caminaba.

En fin, evidentemente, esas cartas y esas lágrimas habían sido un buen drenaje para Ana; y parecía entonces que la muchachita ya estaba dando una nueva batalla. Y digo nueva, porque si bien en esas cartas ella nunca había escrito el nombre de él, porque tal vez pensaba que no era necesario, o que al no escribir su nombre sería la mejor forma de olvidarlo, aunque más bien yo creo que es todo lo contrario; ella decía allí que él era un poco regordete y petacón. Por lo tanto, este muchacho no podía ser el mismo que aquél.

Terminada la vuelta manzana, con la cabeza un poco más aireada, decidí no decirle nada a Ana acerca de haber hallado aquella bolsa. A no ser que ella me hiciese algún comentario al respecto. Me convencí de que aquellos papeles ya eran basura. Seguro que el llanto extra de ese domingo a la tarde, había sido el último tirón. Claro, al día siguiente venía él. Esas cartas tenían que salir de casa. Era momento de dar vuelta la página y empezar un nuevo capítulo.

Alegremente, guardé aquella bolsa en el fondo de mi placard, donde todavía la tengo, y en el transcurso de los meses siguientes fue notable cómo le cambio la mirada a Ana. Sus ojitos estaban cada vez más brillantes, y su sonrisa tan fresca ahora parecía que la tenía atornillada. Que contenta que me ponía verla así.

Algunos días por la mañana yo veía como él la pasaba a buscar con su auto para llevarla a su ensayo, y otras veces bajan directamente los dos juntos y éramos cuatro los que íbamos en el bendito ascensor. Evidentemente esas veces él pasaba la noche en la casa de ella. Que grandioso, esas mañanas Ana estaba radiante.

—¿Habrían dormido algo?—me intrigaba saber.

Por las pocas palabras que podía ir arrancándole a Octavio, parecía una persona muy interesante, aunque un poco reservado; pero se mostraba muy amoroso con Ana, y todo un caballero con nosotras, incluida Daysy, por supuesto. Me contó que trabajaba en microcentro, en una empresa de tecnología haciendo investigación. Que fantástico ese mundo.

Lógicamente, los domingos por la mañana ya no se escuchaban más llantos. A veces un poco de música, y algunas otras parecía que Ana no amanecía allí. Probablemente esas noches ella se quedaba en la casa de él.

—¿Dónde viviría Octavio?, ¿Qué harían el fin de semana?—quería averiguarlo. Ya se los iba a preguntar la próxima vez que me los cruzara. Aunque me parece, que los domingos por la tarde solían salir a andar en bicicleta, porque Ana me contó que él le compró una bicicleta violeta, especialmente para ella.

Que maravilla, sin duda con Octavio estaría todo marchando genial, y Ana seguro que se estaría haciendo grandes ilusiones.

Pero no. Eso era lo que yo pensaba. No iba a ser tan fácil para la pobre Anita.

—¡No sé que hacer, Vanesa! ¡Se va, entendés que se va! Me dice que me vaya con él, pero es un disparate. Qué hago con mis cosas, mi baile, mis funciones. Estamos por estrenar. No puedo irme así y dejar todo por él, de un día para el otro. ¿Y si no funciona?—esta vez sí que los llantos eran desesperantes.

Estaba cocinando un cheesecake, pero me quedé en shock parada en frente de la ventana, y se me hizo un nudo en la garganta. Cuanta pena hija mía. Tanta angustia que me dieron ganas de llorar a mí también. Tenía ganas de ir corriendo a abrazarla para que se tranquilizara. No tengo idea que es lo que le hubiese dicho, pero aunque sea servirle una taza de té.

Apagué la radio que tenía como sonido de fondo en la cocina, y seguí escuchando. Por suerte era la hora de la siesta, donde hay un poco más de calma en el edificio, y todavía no se escuchan las bocinas de los autos por la salida de los colegios de los chicos.

—¿Y si no voy y me arrepiento por el resto de mi vida? ¿Justo ahora tenía que salirle la beca para hacer el doctorado? Él también esta muy mal. No quiere marcharse sin mí, pero tampoco quiere perder la beca. Me dijo que sería solo por un tiempo, y que luego volveríamos, si eso era lo que yo quería—se continuaba escuchando a los gritos desde mi ventana, entre los llantos y la sonada de la nariz; que en ese caso no perecía que fuese precisamente la señal de que Ana estuviese por terminar de llorar.

Se ve que estaría hablando por teléfono con alguna amiga. Que justo, marchaba todo tan bien.

—¿Y ahora qué iría a hacer la pobre Anita?—me preguntaba yo con una ligera tristeza.

No pude seguir con mis tareas, apagué el horno y puse a calentar un poco de agua para hacerme un té; a la vez que alcé a Daysy para hacerle algunos mimos.

—¡Decime qué hago, por favor! Si se va y lo pierdo, me muero. ¿Pero si me voy y no funciona?—le decía Ana a quién fuera que estuviese del otro lado del teléfono escuchándola.

—¿Qué le estaría diciendo esa tal Vanesa a mi querida Anita?—pensaba, mientras me arrimaba a la ventana una banqueta de la barra de la cocina, para sentarme y tranquilizarme un poco.

Tal vez, no es para tanto. Pero es que esa chica es tan sensible y tan expresiva. La verdad, que ya le he tomado mucho cariño. No tengo idea que va a ser lo mejor para ella. Pero si se va, la voy a extrañar un montón. Ojalá que tome una buena decisión. Aunque cómo saberlo de ante mano. En cualquier caso, se estaría arriesgando a perder algo. Cuanta incertidumbre. A mi me parece que este Octavio tiene pinta de ser un buen muchacho, y a Ana se la vio muy bien todo este tiempo. A lo mejor, es un buen partido para ella.

Al día siguiente no me la encontré en el ascensor, ni al otro ni tampoco al otro.

—Claro, debería estar un poco revolucionada con la decisión que tenia que tomar, y seguro que había cambiado su rutina—se me ocurría pensar.
—¿Se habría ido?—se me cruzó por la cabeza un día de esos.
—No puede ser. Cómo se va a ir sin saludarme—me dije enseguida.

Se me pasaban tan lentos aquellos 20 segundos de esos días, en aquella caja de un metro por un metro, que ahora nos quedaba nuevamente enorme. Daysy también me miraba extrañada. Cada mañana la esperaba un poco más de tiempo con las puertas abiertas del ascensor en aquel oscuro pasillo, a que salga de su casa; pero Anita no aparecía.

Esos días me la pasé cocinando sin prender la radio y con todas las ventanas de la cocina bien abiertas, aunque se me enfriara toda la comida que tenía que entregar caliente; pero así todo no alcanzaba a escuchar ningún sonido que viniese del departamento de Ana.

Ya me estaba preocupando. A ver si por tanta pena, se le hubiese ocurrido hacer algún disparate. Que desgracia dios mio.

Poco a poco, me iba dando cuenta cuanto la iba a extrañar a Anita si se iba. Me hace arrancar el día con tanto entusiasmo, cada mañana tiene algo nuevo para contarme. Me transmite tantas ganas de vivir. Su felicidad es realmente muy contagiosa.

—¿Dónde se habría metido?, ¿Estaría con Octavio o él ya se habría marchado por la beca?—me preguntaba a cada rato, mientras me iba entristeciendo cada vez un poco más, por el hecho de pensar tan solo de no volver a verla.

Finalmente otro día comenzó. Fue un lindo amanecer. Se esta acercando la primavera, y ya se pueden oír algunos pajaritos tempraneros que cantan cuando empieza a salir el sol.

—Hola, Ana—le dije hoy a la mañana, disimulando mi sorpresa y mi alegría de verla otra vez paradita en la puerta del ascensor.
—Hola, Blanca—me dijo ella, esta vez sin su sonrisa y con los ojos vidriosos, mientras comenzábamos a apretujarnos una vez más en aquel benévolo cubículo.
—¡Que tengas un lindo día! ¡Y suerte con lo tuyo!—me salió decirle a mí, luego del largo silencio con el que bajamos al mundo.
—Adiós, Blanca. ¡Ojala así sea!—me dijo ella entre dientes, con un suspiro y dándome un fuerte abrazo.

—¡Vaya muchachita! Que después de todo, ¡son las cosas de la vida!, ¿no, Daysy?—pero claro, Daysy no me respondió. Ella sabía que eran palabras livianas que yo soltaba al aire, tan solo para consolarme un poco a mi misma.



B.C

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