sábado, 27 de enero de 2018

¿Dónde estará Rebecca?


Repentinamente, en el medio de aquel pesado y tenebroso silencio, se escuchó un ruido, un fuerte y extraño ruido. Parecía que venía de lejos, del otro lado del torrente de agua que caía rabiosamente desde más de ocho metros de altura; pero no se podía alcanzar a ver nada, pues el matorral de la vegetación era realmente muy tupido. Y aunque el sol brillaba con toda su fuerza en aquella sofocante tarde de verano, el reflejo contra el frondoso y denso follaje verde de árboles, arbustos y plantas trepadoras que se mezclaban enérgica y salvajemente entre sí, hacía que fuese casi imposible poder vislumbrar la preciosa figura de aquella inalcanzable mujer.

—¿Dónde estará Rebecca?—se preguntaba continuamente Alfred, una y otra vez.

—¿Dónde estará Rebecca?—decía ya en voz alta aquel hombre, con sus últimos alientos, a cada paso que daba, haciendo un gran esfuerzo por levantar una pierna y volver a poyar el pie sobre la tierra húmeda y blanduzca.

Hacía más de tres semanas que Alfred estaba buscando desesperadamente a su bella y adorada Rebecca, caminando y caminando, día y noche, sin parar, sin dormir y apenas comer; ya que solo ingería lo necesario que sacaba de su improvisada bolsa para poder mantenerse en pie, a la vez que aprovechaba a lamerse las gotas de sudor que se desprendían de su piel, intentando de este modo demorar la inevitable deshidratación que ya estaba padeciendo.

Los rayos de sol que lograban penetrar la intransigente flora, le quemaban el pellejo; mientras que el sonido aturdidor del agua caer, le producía a Alfred una mezcla de frescura aliviante a la vez que una tentación voraz de apagar su ardiente sed.

Así había llegado aquel simple comerciante, oriundo de Villa Patay, a aquella desoladora extensión silvestre, caminando y caminando, sin recordar ya el camino que lo había conducido allí. Simplemente recordaba que un día se había despertado en su rústico hogar, a las siete de la mañana como lo hacía todos los días, para una hora más tarde estar en el centro del pueblo, abriendo la persiana de su pequeña ferretería. Pero esta vez, sin ningún tipo de vacilación, había comprendido, tras una especie de revelación al despertarse, que había llegado el momento en el que iba conseguir encontrar a su amada Rebecca. Por fin, ese día iba a poder atraparla y tenerla definitivamente para él por el resto de su vida, pues su ajetreado y ferviente cuerpo no podía continuar así, esperándola ni una milésima de segundo más.

La verdad es que Alfred la había estado buscando a Rebecca durante toda su vida. Tal es así que, el buen hombre, contaba en su haber con unas cuantas relaciones fallidas con varias mujeres del pueblo; a cada una de las cuales había querido y apreciado mucho, a pesar de no haber podido alcanzar a establecer con ninguna de ellas una relación duradera y fructífera, pues siempre había estado expectante y a la espera de su añorada Rebecca. Pero ahora sabía que estaba cada vez más cerca de ella, ahora Alfred estaba cada vez más seguro que cada día que pasaba, la distancia que los separaba, se iba reduciendo.

—¿Dónde estará Rebecca?—se preguntaba aquel hombre cada mañana al despertarse y cada noche al acostarse, sin que pasara ni un solo día de su calculada y monótona vida, en la que no lo acompañe durante toda su rutina diaria este martirizador y escabroso enigma.

Pero sorprendetemente, ese día, Alfred estaba convencido que a cada hora estaba más próximo a encontrarla, y entonces su certeza de que cada minuto que transcurría lo arrimaba más a aquella preciosa mujer, ya era inconmovible. Su pulso cardíaco aumentaba cada vez más con cada nuevo paso que daba, y él no tenia duda que era la señal de que cada segundo que sucedía estaba más cerca de atraparla.

La luz del sol ya no quemaba tanto, la tarde comenzaba a avanzar en aquel agobiante y denso monte; y Alfred aunque apesadumbrado y abatido por la imparable búsqueda, no estaba dispuesto a darse por vencido.

De pronto, antes de continuar empleando la poca energía que le quedaba para dar una nueva pisada, el hombre se detuvo un momento con cierto entusiasmo, hizo un profundo silencio que lo llevo incluso a contener su agitada respiración, y escuchó atentamente. Se oyó nuevamente el fuerte y extraño ruido. Esta vez parecía que venía de más de lejos todavía, pero el ruido era aún más fuerte y confuso, muy confuso; pero era ella, Alfred sabía fehacientemente que era ella.

Aquel hombre lo podía sentir en lo más hondo de su ser, y podía ver de un modo muy claro y muy nítido el momento en el que estaría finalmente junto a su grandiosa Rebecca. De echo, esa anhelada imagen era solo lo que Alfred veía entre aquella robusta flora silvestre, y hacía allí iba, con cada paso que daba en ese oscuro y pantanoso camino. Sabía que solo era cuestión de continuar pacientemente con su marcha acalorada y de esperar tan solo unos segundos más, pues ya llegaría aquel instante en donde la plenitud y el éxtasis producido por el placer más extremo jamás sentido, haría realmente válido todos esos arduos años de esa obstinada y penosa búsqueda.

—¡Ahí estás, Rebecca! ¡Mi bella y adorada Rebecca! Te estoy viendo. Puedo ver el brillo de tu piel blanca y tu larga cabellera castaña que cae sobre tu diminuta cintura. Te estoy escuchando. Esa suave y dulce voz que sale de tus entrañas. Sos vos, yo sé que sos vos. Acá estoy yo, tu Alfred. No tengas miedo, vine por ti—gritaba entre sollozos, desesperadamente Alfred, tras las alucinaciones y ensoñaciones que le producía su estado de hambruna, de sofocación y de alienación.

Los minutos pasaban, y mientras el sol comenzaba a bajar por detrás de la cascada, Alfred a la vez que espantaba algunos insectos con una manga de su remera azul que se había arrancado, sacudía desesperadamente las ramas de los arbustos que estaban a su alcance, para ver si la encontraba por allí escondida a Rebecca.

Un paso más y otra vez el ruido, que era como si se escuchara cada vez más lejos pero cada vez más fuerte. Parecía que cuanto más caminaba Alfred entre aquella húmeda vegetación, más se alejaba aquel extraño sonido. Parecía que cada paso adelante que daba aquel hombre, era un paso mas atrás que daba aquella mujer. Parecía que cuanto más creía Alfred estar próximo a atraparla, Rebecca más se alejaba; escabulléndose entre las miles de hojas enmarañadas, y las grandes ramas que iban haciendo cada vez más impenetrable el camino.

Con una mezcla de entusiasmo y desesperanza, Alfred veía como esa imagen difusa de la mujer más hermosa jamás vista sobre la faz de la tierra, aparecía y desaparecía, una y otra vez, entre aquella rebelde naturaleza.

Tal es así que, detrás del grueso tronco de un árbol, Alfred pudo ver claramente, como se asomaba un brazo de Rebecca, y sin suerte, salió disparado hacia allí. Luego, por debajo de las ramas verdes de un inmenso arbusto, Alfred divisó los volados de su vestido dorado, y sus pies, entre hojas secas, que se veían corretear como en un juego de niños. Por lo tanto, una vez más, aquel hombre se lanzó tras ese gigante arbusto, de un modo desenfrenado, pero Rebecca brillaba por su ausencia.

Con el sol ya completamente por detrás del monte, y el atardecer inminente que se iba a llevar consigo la poca luz con la que contaba aquel sitio, Alfred comienza a recurrir a sus últimos recursos. Rabiosamente, saca de su bolsa una delicada manta blanca, que había estado tejiendo muy especialmente durante años y años, en el galpón de su casa, para poder así atrapar a Rebecca. En un estado de desconcierto y de ingobernabilidad absoluta, Alfred comienza a correr de un lado al otro entre los pastizales y la maleza, dando vueltas alrededor de los árboles y arbustos, soltando la manta entre las ramas para atrapar a Rebecca. Pero no lo lograba, pues aquella encantadora mujer era realmente inatrapable, por más precisa y perfecta que estuviese hecha la tela, por más rápido y ágil que fuese el cuerpo de ese hombre; Rebecca se escapaba una y otra vez, fugazmente por los minúsculos agujeros del tejido.

Alfred no lo podía creer que estuviese fallando, pues lo tenía todo minuciosamente calculado; el tamaño específico de la manta, la medida justa del tejido. Debería haber alguna maldición, pues no podía ser que otra vez Rebecca se le escapara, no podía ser que no pueda atraparla teniéndola tan cerca, siendo solo unas malditas hojas verdes lo que se interponía entre ellos.

Creía que se estaba volviendo loco, estaba extenuado, furioso, pero cada vez más obsesionado por la extrema belleza de aquella mujer. Entonces Alfred decidió romper la bolsa donde llevaba sus provisiones, para poder finalmente atrapar a Rebecca; pues afortunadamente aquella bolsa no tenía ni un solo agujero por donde ella pudiera escaparse.

—¡Ya verás, mi querida Rebecca! ¡No podrás escaparte más y serás mía, solo mía por el resto de la vida!—decía Alfred mientras se iba arrastrando por el suelo cubierto de barro.

La oscuridad de la noche ya se estaba haciendo presente en aquel recóndito sitio selvático, y repentinamente otra vez el ruido y otra vez la apreciada y bonita imagen de ella. Entonces Alfred vislumbró que justamente ese iba a ser el instante con el que había estado fantaseando durante toda su miserable vida. Echado en el suelo, lleno de charchos, musjos, y hojas secas, respirando el frío y la humedad de la noche; rápidamente tomó aire y levantó sus brazos lo más alto que pudo, estirándolos lo más lejos que estaba a su alcance, sosteniendo la bolsa firmemente con sus dos manos, gastando sus últimas energías.

Mientras la temperatura del ambiente disminuía cada vez más y la oscuridad ya era total, Alfred podía imaginárselo todo, cada detalle, como los apasionantes besos que le daría a Rebecca o las miles de caricias que le haría por todo su delgado cuerpo; pues cada interminable día, Alfred no había hecho más que pensar de modo recurrente, en aquel maravilloso encuentro con ella.

—¡Por fin, lo conseguí! ¡Ahora sí, te tengo! ¡Sos mía Rebecca, toda mía! ¡Seremos felices, los dos juntos por siempre! ¡No importa más nada, solo tu y yo!—exclamaba Alfred, ya casi agónico, presionando la bolsa contra el piso embarrado, en el intento de retener a Rebecca.

Y sí, había llegado ese momento tan esperado. Al fin la gran dicha estaba entre sus manos. Ya no había más nada, ni nadie que pudiera separarlos, pues ella y él estarían juntos por siempre. Como debería haber sido desde un principio, como va a ser desde ahora en adelante; pues esa alucinante y esplendorosa mujer le pertenecía a Alfred, estaba claro que ella siempre había sido suya.

En la negrura más negra de todas las noches, y acompañado por la soledad del silencio más largo de todos los silencios; de rodillas junto a ella, rodeándola con el más tierno abrazo, sobre el barro frío y mojado, Alfred levantó la bolsa que tenía apoyada contra el suelo y se quedó sin aire. Su helado cuerpo rendido, se fundió encima del cadáver de Rebecca, y así quedaron unidos por siempre, tal como él lo había deseado cada día de toda su estúpida vida; y fueron pues eternamente inseparables.


B.C




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