miércoles, 21 de marzo de 2018

LAS MANOS DE MI PADRE



Hace un poco de calor, aunque acá en el jardín está más lindo que en el quincho. Creo que tengo la panza un poco llena, espero que no me haga mal el balanceo. Comí vitel toné y ensalada rusa, con un poco de tomate. Es mi comida preferida de estas noches.
Mi mamá y mis tías se levantaron de la mesa, y están yendo y viniendo a la cocina; mientras los hombres siguen sentados, riendo y tomando alcohol. Yo aproveché, porque todavía puedo hacerlo, y me vine a la hamaca.
Ojalá que cuando sea grande y me toque a mi levantar la mesa, los hombres que estén ahí sentados conmigo también muevan el culo... ¡Ay, perdón! Se me escapó una palabrota. Si me hubiese escuchado mi mamá, diría:—Qué hijita tan delicada que tengo...
O también:—Valeria, sos una nena. No podes decir esas cosas.
En la escuela todavía nunca me enseñaron que hubiese un diccionario para hombres y otro para mujeres...en fin, el asunto es que a veces, aunque mi vocabulario no coincida con mi aspecto de niña; digo algunas groserías. Creo que es lindo la fuerza con que suenan algunas malas palabras.
Tampoco me he enterado que haya una guía instructiva del comportamiento femenino y masculino para las tareas cotidianas, sin embargo me voy dando cuenta que hay situaciones en las que los hombres siempre se comportan de una determinada manera y las mujeres de otra. Por ejemplo, mi hermano nunca hace la cama y nosotras siempre tenemos que ordenar el cuarto. Que cosa rara, ¿no?
Me parece que ya lo dije, pero hace mucho calor y hay mucha gente dando vueltas por toda mi casa. Siempre es lo mismo, en la Nochebuena somos un montón, y estamos todos transpirados. A veces, incluso, se corta la luz. Esas noches son las más entretenidas.
Una vez también pasó que no había agua, y tuvimos que ir a festejar la Nochebuena a la casa de mi tía Silvia. El tema es que hay que hacer todo rápido antes que venga Papá Noel. Y con ese apuro, la gente grande se pone nerviosa. A mí solo me da un poco de ansiedad, porque quiero que esté todo listo para que Papá Noel pueda dejar los regalos sin que nadie lo vea; porque me dijeron que si lo vemos, no los deja.
Aunque después, al menos en mi casa, Papá Noel vuelve a aparecer. Nos saluda y nos regala caramelos. Para mí, es por eso que en todas las Noches Buenas mi casa se llena de gente. Porque acá Papá Noel viene dos veces. Primero nos deja muchísimos regalos, y después nos da caramelos. Sin duda, el Papá Noel que viene a mi casa es el mejor. Aunque mi amiga Clara también dice lo mismo que yo, que su Papá Noel es el mejor, y que también los va a saludar y a regalarles caramelos; además de dejarles los regalos que ellos pidieron. La verdad que no entiendo muy bien cómo hace Papá Noel, pero es un genio.
Me parece que están repartiendo helados. Ya debe faltar poco para las doce. Voy a ir corriendo a buscarme uno de chocolate y vuelvo corriendo más rápido todavía, así nadie me ocupa la hamaca y no me quedo sin helado. Me encantan los helados, y están todos mis primos que son una banda; tengo miedo que se terminen. Por suerte, esta hamaca que hizo mi papá, como también nuestra casa que la construyó con sus propias manos junto con mi abuelo, o sea el papá de mi papá, o al menos eso es lo que mi papá me contó; está en un rincón medio oscuro, entonces nadie la ve. Si voy y vuelvo rápido, voy a poder seguir hamacándome todo el tiempo que quiera, hasta que venga Papá Noel, y vuelvo a salir corriendo a buscar mi regalo.
Mmmmh, que rico. Es el de la heladería Riviera. Me dieron una servilleta además del helado.
—Por si te manchas—me dijo otra tía que tengo que se llama Adriana.
Pero yo nunca me mancho cuando como helado. Me gusta tanto que lo como súper rápido, y no le doy tiempo a derretirse. Entonces no me mancho, y tampoco desperdicio helado. Porque yo la veo a mi hermana Laura que come el helado re despacito, para que cuando nosotros lo terminemos ella todavía tenga, y entonces nos goza. Pero la mitad del helado a ella le chorrea por toda la mano y ensucia un montón de servilletas. Entonces, al final, come menos helado que yo. Pero esto nunca se lo dije, ni se lo pienso decir; así ella sigue convencida que lo que ella hace es lo mejor.
—¿Qué estas haciendo ahí solita, en ese rincón a oscuras?—me preguntó mi tío Juan al pasar. Pero por suerte siguió su camino, y no fue necesario que le respondiera. Estoy muy ocupada comiendo mi helado como para encima tener que andar contestando obviedades.
A Papá Noel le pedí unos rollers. Espero que me los traiga. Si me los trae, ya estoy lista para patinar. Me puse las calzas rojas, para que no se me vea la bombacha si me caigo. Aunque mamá quería que me pusiera un vestido azul.
—Pero así estoy más cómoda para patinar—le expliqué. Se sonrió un poco, y me dejó vestirme como yo quería, por suerte.
Voy a tirar el palito. Huy, está sonando la campana. No tengo tiempo. Mejor lo dejo enterrado un poquito en el pasto, y después lo tiro a la basura; total, Boby está medio dormido, encerrado en su cucha para que no le hagan mal los petardos, así que no se lo va a poder tragar.
—Vamos, Vale, que vino Papá Noel—Me dijo mi papá, estirando el brazo para que lo tomara de su mano.
Pegué un salto para bajarme de la hamaca y me agarré enseguida de la mano de mi papá, porque así está mucho mejor entrar al living de mi casa para buscar los regalos; porque aunque yo ya soy grande y no le tengo miedo a Papá Noel como mi primo Pablito, me resulta muy misterioso que Papá Noel pueda entrar a mi casa sin tener la llave, dejar un montón de cajas súper grandes y pesadas, y después irse súper rápido sin que nadie lo vea. Mi hermano con mis primos más grandes, siempre están ahí re cerquita de la puerta del living, y apenas suena la campana ellos entran para ver si lo ven y nunca alcanzan a verlo.
Vale, tu regalome dijo mi tía Silvia que es la que los reparte, con una sonrisa enorme y abriendo mucho los ojos. Como si ella estuviera tan contenta como yo.
Tuve que acercarme para que me apoyara el paquete sobre las dos manos. Era re pesado. ¿Serán los rollers? Qué alegría. Siiiiii. Son justo los rollers que yo le pedí. Me los voy a poner. Ves que Papá Noel es un genio. Gracias, Papá Noel.
Dejé las zapatillas por ahí y me fui afuera, al pasillo de laja negra. Por suerte ya sabía cómo se ponían los rollers, porque mi amiga Lucía tiene unos que me prestó un día y me enseño a ponérmelos; así que ahora ya no le tengo que pedir ayuda a nadie, y yo sola me los puedo poner.
Qué divertido, cómo me gusta cuando viene Papá Noel. Es la mejor noche de todas las noches.
Huy, llegó Papá Noel devuelta, y con los patines no puedo correr. Me los saco y voy por los caramelos. No, mejor me trepó a este cantero porque no voy a poder subir los escalones, y voy caminado con los rollers por el pasto; total con tanta gente papá no me va a ver, porque si piso el pasto con esto, seguro que me reta como lo reta a mi hermano cuando juega a la pelota y le dice que así rompe todo el pasto. Lo siento por las flores del cantero, mamá.
Silvia, ¿dónde dejaste la campanita?—escucho que le dice Papá Noel a mi tía Silvia. Que raro, ¿cómo conoce Papá Noel a mi tía Silvia? ¿y mi tía Silvia tiene una campanita?
¡Feliz navidad!me dice Papá Noel mientras me da unos caramelos. No entiendo mucho lo que pasa, pero los agarro. Quería agradecerle por los rollers y mostrarle cómo me quedan, pero creo que estoy un poco confundida.
Ahí viene mi tía Silvia, y le está dando una campanita a Papá Noel. Pero esa campanita es la que tiene mi mamá en la mesita del living que está al lado de la lámpara. ¿Y esa mano? Tiene el mismo reloj que mi papá, y es súper parecida a la mano de mi papá. ¿Cómo puede ser que la mano de Papá Noel sea tan parecida a la mano de mi papá?
Qué raro todo esto, creo que ya no me está gustando tanto. Mejor me voy a sentar un rato a la hamaca a comer los caramelos. Mmmmh, qué rico, me tocaron dos de frutilla que son los que más me gustan.
Pero, ¿cómo puede ser que la mano de Papá Noel sea tan igual a la mano de mi papá? Yo estoy segura de que esa mano es como la mano de mi papá, porque por ejemplo cuando viajamos en avión a mi me da un poco de miedo estar en el aire tan alto, y me duelen mucho los oídos; entonces le agarro fuerte la mano a mi papá para que se me pase un poco el miedo y el dolor. Y ahí yo veo que él tiene puesto ese mismo reloj plateado. También cuando me dan inyecciones, que es bastante seguido, con un remedio para que pueda respirar un poco mejor; le aprieto un montón la mano a mi papá, porque odio que me pinchen. Pero ahí no puedo ver nada porque cierro los ojos por la impresión que me dan las agujas, y además veo todo borroso porque lloro un montón.
Pero yo me sé de memoria la mano de mi papá, porque algunas veces él me da un chirlo en la cola cuando me peleo con mis hermanas, y otras veces me agarra un poco fuerte del brazo cuando yo no quiero ir a la farmacia para que me den las vacunas, o me saquen sangre, que es lo que más detesto de mi vida. Parece que hago un poco de escándalo, me tiro al piso y revoleo algunas patadas para no ir; pero mi papá tiene mucha fuerza, y me gana. Él me dice que lo hace porque me quiere y me está cuidando. Pero en esos momentos lo odio, porque no me gusta que me agarren así, y odio que me pinchen. Aunque creo que eso ya lo dije. Por suerte, después siempre hacemos las paces con mi papá; porque si estoy peleada con mi papá, yo no me puedo dormir, y creo que él tampoco. Entonces él viene a mi cama con Boby, cuando yo ya estoy por dormirme, me da la mano, rezamos un padre nuestro y nos perdonamos por el forcejeo mutuo que hacemos para que yo haga las cosas feas que tengo que hacer, para que mi cuerpo funcione bien. Evidentemente es así, aunque algunas cosas no nos gusten hay que hacerlas para que se vaya lo feo y venga lo lindo. Algo por el estilo me dijo mi papá cuando me operaron de los pulmones, hace poco, para limpiarme la infección que tenía por una neumonía.
Esa vez, como me iban a pinchar, también le agarré fuerte la mano a mi papá, y entonces la mano de mi papá fue lo último que vi antes de dormirme. Me acuerdo que yo le quería decir a mi papá que lo quería mucho, por si me moría y no lo veía más; porque pensaba que no me iba a volver a despertar.
Te voy a poner unas gotitas, y te vas a dormirme dijo el doctor. Pero yo no tenía sueño, y esa cama era muy incómoda para dormirme; entonces era el doctor el que me iba a dormir, y yo no sabía hasta cuándo el doctor iba a querer que yo este durmiendo. Tal vez el doctor no me despertaba más. Y el maldito doctor me durmió antes que yo pudiera decirle a mi papá que lo quería mucho. Pero por suerte no me morí, y el doctor me despertó, y entonces le pude decir a mi papá que lo quería mucho, y también por suerte, se lo puedo seguir diciendo todas las veces que quiera. Aunque ese día se lo tuve que decir mucho tiempo después de haberme despertado, porque cuando me desperté estuve vomitando un montón, y vomitaba los pedazos de ananá que había comido la noche anterior, con una carne súper rica que me había preparado mi mamá; porque ella sabe que a mi me encanta la comida que es un poco dulce. Creo que se llama agridulce.
Ya me terminé los caramelos. Voy a enterrar los papelitos al lado del palito del helado, para después ir a tirarlos a la basura, y me voy a hamacar un poco.
¿Será que la mano de Papá Noel es la mano de mi papá? Yo la recontra conozco a la mano de mi papá. Es muy grande y muy fuerte, y se le notan un poco algunas venas.
¿Vale, me das una mano?—me dice algunas veces mi papá, cuando me pide a mí que le de una mano a él; y lo ayudo a tener un cuadro por ejemplo, mientras él clava un clavito en la pared. Y entonces yo me siento re grande porque le doy una mano a mi papá. Y cuando mi papá hace fuerza con la mano para clavar el clavo en la pared, se le notan las venas. Y en una de las manos, mi papá tiene el anillo de cuando se casó con mi mamá. Y la mano que le vi a Papá Noel cuando me dio los caramelos, es igual; tiene el reloj plateado y el anillo como mi papá.
¿Será entonces que Papá Noel es mi papá? Porque no puede ser que haya dos señores con las mismas manos. ¿Entonces fue mi papá el que me regaló los rollers? Creo que me estoy sintiendo un poco triste, como cuando mi mamá me dice que no puedo ir al colegio porque estoy con fiebre. Me voy a hamacar un poco más fuerte, para ver si con el viento se me van estos pensamientos tan feos.
¿Acaso Papá Noel no existe? Porque si mi papá es Papá Noel, es que Papá Noel no existe, porque entonces eso es un disfraz; y si es un disfraz es que es de mentira, y si es de mentira es que no existe. Y si Papá Noel no existe, todo esto es muy aburrido. ¿Y entonces ahora qué hago?
Creo que me voy a hamacar mucho más fuerte todavía, porque estos pensamientos tan horribles no me sueltan. Seguro que esto es una espantosa pesadilla y ya me voy a despertar. Siento que estoy un poco mareada, me va a explotar la cabeza y me duele el corazón. Pero no es como cuando me dolía el pecho y entonces me tuvieron que operar de los pulmones; este dolor es mucho peor.
¿Cómo puede ser que Papá Noel no exista? Si yo veo a la gente grande que también se pone contenta cuando viene Papá Noel. Es que si Papá Noel no existe es muy triste, y esta noche que es la mas buena de todas las noches, no tenemos motivo para festejar. ¿Por qué esta contenta la gente grande entonces?
Quiero gritar muy alto que Papá Noel no existeeeee. Pero van a pensar que estoy loca. ¿Todos piensan que Papá Noel existe, menos yo?
Quiero hamacarme mucho más fuerte, pero tengo miedo de salir volando. No voy a decir como Papá Noel, porque al final si Papá Noel no existe, tampoco existen los renos con los que vuela Papá Noel.
Entonces mi papá solo se disfraza de Papá Noel, porque no puede ser que él sea Papá Noel; con lo ocupado que esta siempre trabajando, no tiene tiempo para encima leer tantas cartas y comprar todos los regalos que le piden. Seguro que el papá de cada uno hace de Papá Noel por un ratito y ya está.
Pero entonces, ¿no voy a escribirle más la carta a Papá Noel pidiéndole un regalo? Unas semanas antes que venga Papá Noel, me paso un montón de tiempo pensando qué me gustaría que me trajera, y trato de acordarme si me porté bien o mal para que Papá Noel me traiga lo que yo quiero. Después la carta la escribo súper rápido, porque a mi me encanta escribir y me sale súper bien.
Me parece que voy a dejar de hamacarme. Me siento muy mal. Pero no es como cuando estoy enferma, que tengo fiebre y me cuesta respirar. Me siento mal como cuando me peleo con mi papá. Por suerte acá no hay mucha luz y entonces nadie me ve, porque creo que se me está cayendo una lágrima.
Es que no sé qué hacer. Es como cuando descubrí el truco de magia que hizo el mago Chancleta que fue al cumpleaños de mi amigo Félix; o como cuando mis compañeros de la clase explican los chistes para que todos los entendamos, y entonces así el chiste ya no tiene gracia.
Además mi papá se va aponer súper triste si yo le digo que yo ya sé que Papá Noel no existe, y yo quiero seguir recibiendo los regalos de Papá Noel, y quiero seguir festejando. Tal vez yo puedo seguir creyendo en Papá Noel aunque ya sepa que no existe; y entonces se va lo feo, y viene lo lindo, y pueden seguir habiendo muchas más noches buenas.
Creo que voy a hacer eso. Sí, voy a seguir creyendo en Papá Noel y no le voy a decir a nadie que yo ya sé que Papá Noel no existe.
Paré la hamaca, fui a tirar a la basura el palito de helado y los papeles de los caramelos, y me fui a patinar.
—Hola, Vale—me saludó mi papá cuando llegué al pasillo de laja negra, acariciando con su mano mi cabeza—Qué buenos patines que te trajo Papá Noel.
Yo lo abracé muy fuerte y patiné mejor que nunca. Por cierto, fue la Nochebuena más buena de todas las Noches Buenas.



B.C


miércoles, 28 de febrero de 2018

TE VOY A EXTRAÑAR


La primera vez que la vi, fue un lunes a las ocho de la mañana. Yo bajaba un poco despeinada, con mi yogin de pijama floreado, bastante descolorido, y las chinelas rojas; solo para sacar a mi perrita a hacer pis como hago habitualmente antes de desayunar con mi marido. Y ella, con mochila en mano, vestida muy combinada, con jeans, remera fucsia y zapatillas a tono, me dijo que se iba a trabajar. Así nos seguimos encontrando desde el año pasado, casi todos los días de la semana, tan solo por unos veinte segundos, entre esas cuatro paredes móviles que nos conducen al mundo.

Ahora ya la paso a buscar. En vez de apretar planta baja y que el ascensor pare de sopetón un piso mas abajo que el mío, aprieto el seis y la espero unos segundos. Si ella está, sale y bajamos juntas. Sino, yo sigo mi camino. Tampoco puedo esperarla demasiado aunque quisiera, porque Daysy no aguanta y moja todo el ascensor. Ya me pasó un par de veces.

—Hola, soy Ana. La nueva inquilina del sexto B—me dijo ella con una sonrisa muy fresca, apenas entró al pequeño cubículo de un metro cuadrado. Seguro que con mi pinta se dio cuenta que vivía en el edificio.
—Hola, encantada. Yo soy Blanca, tu nueva vecina del séptimo B. Y ella es Daysy. Estamos un poco apuradas por que necesita ir al baño. ¿Vos te vas a estudiar?—le pregunté. Claro, vestía tan informal que parecía más chica.
—No, me voy a trabajar. Soy bailarina y tengo que ir a ensayar. También estoy con prisa. ¡Nos vemos luego!—me dijo ella con mucha energía.

Me quede atónita. ¡Vaya nueva vecina! Se ve que se había mudado durante el fin de semana, cuando nosotros no estuvimos. Nos habíamos ido a la casa de campo que tenemos con Cacho en San Vicente.

—¡Bailarina! Qué encanto de jovencita debería ser—supuse enseguida.

Porque tampoco era tan mayor. Podría ser mi hija tranquilamente. Esa sonrisa tan fresca, con tanta energía a las ocho de la mañana. Se parece a mi. Claro, solo por eso. Porque por lo otro, ojalá yo pudiera tan solo estirar un poco mi espalda o levantar alguna pierna. Pero después de la última recaída que tuve, quedé bastante atrofiada. De todos modos, la actividad corporal nunca fue mi fuerte. Aunque en mi trabajo uso mucho el cuerpo y se dice que la cocina es un arte. Igualmente lejos estoy de ponerme a bailar.

Aunque pensándolo bien, ¡Sí que he hecho algunos bailes en mi vida, eh! Creo que la maternidad es lo único que me quedó pendiente. Pero con el reuma, eso no lo pude elegir. Bueno, podría haber adoptado; qué se yo. Pero a Cacho nunca le gustaron mucho los chicos. Ahora sería todo tan distinto con un crío entre nosotros. Hubiese sido tan divertido. Tal vez, ya hubiéramos sido abuelos, o estaríamos por serlo. Seguro también tendríamos más problemas y discusiones, lo que haría que nuestros días no fuesen tan monótonos y aburridos. Aunque de todos modos, claro está que un hijo nunca es garantía de nada.

Bueno, pero lo mío no importa. Nunca importo. Había algo en Ana que me llamaba mucho la atención. No sabía muy bien lo que era, pero luego lo entendí todo. No es que a mí me guste meterme en los asuntos de la vida de los demás, pero en este caso, no lo pude evitar. Fue mas fuerte que yo.

Bueno, en verdad, con Claudia, la dueña de ese departamento, me pasó lo mismo. Y ahora que me acuerdo, con Martín, el inquilino que vivió allí antes que comprara el departamento Claudia, también se me iba la oreja. En fin, la culpa como siempre, es de mi marido. Yo le dije a Cacho que al hacer el cerramiento del balcón con ventanas todo a lo ancho para ampliar la cocina, me la iba a pasar escuchando todo lo que sucediera en el balcón de abajo. Y como él nunca me hace caso, y quería que la cocina me quedase luminosa y bien aireada; al pasar yo tanto tiempo trabajando allí con los pedidos que me hacen mis clientes, bueno aquí lo tienen.

Desde aquel día, hasta hace unos meses, todos los domingos por la mañana, cuando el sol da de lleno en el contrafrente donde está ubicada mi cocina y su balcón, la escuchaba a Ana llorar. Yo estaba segura que era ella, porque el llanto se oía muy de cerca, y a mí el oído nunca me falla. Era casi siempre a la misma hora, cerca de las once, y se oía durante unos treinta minutos aproximadamente.

Al principio me angustiaba bastante oírla, no tenía ni idea de qué era lo que le pasaba y tampoco me atrevía a preguntárselo. Ella siempre se mostraba tan risueña, y parecía tan alegre. Pero claro, su mirada no decía lo mismo. Y eso era lo que a mí me llamaba la atención de Ana durante aquellos primeros días que me la encontraba en el ascensor. Había algo que no me cerraba.

Por un lado, tanta vitalidad, una sonrisa tan alegre; y por otro lado, su mirada tan triste. Y sí, no era para menos. Igualmente esas cosas suelen pasar a esa tierna edad. Pero dicen que los artistas son más sensibles. Qué se yo.

Siempre había tenido la opción de cerrar la ventana. Pero cocinando, con el sol de frente reflejando sobre los cristales, mi cocina es una gran horno, y si cierro la ventana, la que me cocino soy yo.

En fin, me consolaba pensando que tal vez eso le hacía bien a ella. Después de todo, no tiene nada de malo llorar un poco de vez en cuando. Su llanto era prolongado y continuo, pero sereno. Nunca se había escuchado ningún grito ni algún otro sonido que hubiese podido dar cuenta de cierta desesperación. Más bien era solo su llanto lo que se escuchaba en aquel entonces, y cuando se sonaba la nariz, lo cual era señal que ya estaba por terminar de llorar.

—Seguramente llorar la alivia y es lo que Ana necesita para luego estar alegre y poder seguir bailando—pensaba yo mientras cortaba algún tomate, amasaba alguna tarta, o revolvía la salsa blanca. Porque obviamente que justo en ese preciso momento, nunca me tocaba hacer alguna cosa muy bochornosa. Nada de batidora, procesadora ni minipimer.

De todas formas, al lunes siguiente me quedaba mucho más tranquila cuando la veía nuevamente con su sonrisa, entrando al ascensor.

—Hola, Ana—le decía rápidamente al verla, en cuanto se iba abriendo la puerta del ascensor; antes de apretujarnos en aquel diminuto habitáculo.
—Hola, Blanca. Que lindo día hoy, ¿no?—me decía ella la mayoría de las veces, a modo que le devuelva algún tipo de confirmación.
—¡Hermoso!—exclamaba yo siempre. Aunque estuviera haciendo un frío que quemara la piel, o estuviese lloviendo a cantaros. De hecho, hay días fríos y lluviosos, que son realmente muy bonitos.
—¡Que tengas suerte con tu baile!—solía despedirla con entusiasmo, mientras ella acariciaba a mi pequeña Daysy, la cual siempre producía algún tema de conversación aunque la muy bicha no hablara, y la gente la trataba tal como si fuera una extensión de mi persona.

Finalmente, parece que no estaba tan errada con los argumentos con los que yo me consolaba.

Hace unos meses, no recuerdo muy bien cuándo fue o tal vez prefiero no recordar, bajé con Daysy para sacarla al baño como todas las mañanas, y Ana no estaba en la puerta del ascensor. Lo que recuerdo es que era una mañana un poco fresca, porque le había puesto la mantita a mi perrita, para que no tome frío en la calle. Casualmente Daysy siempre está conmigo en los momentos más importantes de mi días. Es el máximo testigo de mi vida desde hace unos cuantos años. Ella nunca me abandona. Sin duda, es mi más fiel compañera.

Me sobresalté bastante aquel lunes, porque el día anterior no solo la había escuchado llorar a Ana por la mañana, sino que también la había estado escuchando llorar por la tarde, entre los chirridos de algunas chicharras que parecían anunciar un tormenton, que por suerte nunca llegó.

La luz del sol aún no entraba por la ventana del pasillo, y además yo no veía muy bien porque no llevaba puestos los lentes; pero a unos metros de la puerta del ascensor, en lugar que este paradito el esbelto cuerpo de Ana, alcancé a ver una bolsa de cartón muy linda, con unas rayas y muchos colores. Supuse que era de ella, que se la había dejado olvidada apoyada contra la pared al lado de la puerta de su casa.

Bajé del ascensor y miré qué había dentro. Estaba llena de papeles. Algunos abollados y otros medios rotos. Toqué el timbre del departamento de Ana, y no respondió. Evidentemente ya se había marchado, porque yo había escuchado cuando abrió la persiana y se alcanzaba a ver por debajo de la puerta algo de luz que entraba por la ventana. Por lo tanto, Ana se había despertado y si no contestaba era porque ya se había ido.

Parada en ese largo y oscuro pasillo, entre la puerta de la casa de Ana y el ascensor, con la correa de Daysy en una mano y la bolsa en la otra, porque casi que la bolsa la agarré sin darme cuenta, no sabía muy bien que hacer. Pero la duda me duró solo unos segundos. Sino Daysy no iba a aguantar, y creo que yo tampoco. Me llevé la bolsa. La guardaría en casa y después le preguntaría a Ana si era de ella y se la había olvidado.

Un poco achuchada por la brisa fresca de la mañana, mientras algunos porteros comenzaban a baldear las veredas y algunos niños salían con sus enormes mochilas rumbo a la escuela, Daysy hacía sus necesidades en el árbol de la vereda que está frente al edificio, y yo me senté en el escalón de la puerta, con la bolsa al lado. Sabía que no correspondía husmear demasiado en las cosas ajenas, pero veía todos esos papeles y me generaba mucha intriga. A la vez que se me enfriaba la cola con el mármol gris del escalón, pensaba que por ahí eran papeles de estudio de Ana, o boletas de servicios ya vencidas; y así intentaba quitarle todo tipo de importancia.

Ya en casa, no pude resistirme. Cuando se fue Cacho a trabajar, me volví a llenar una taza de café bien caliente, me senté en el sillón hamaca de madera que era de mi mamá, y agarré un papel. Confirmé que la bolsa era de Ana. Abajo a la izquierda, estaba el papel firmado por ella. Y ahí me empezó a caer la ficha de aquellos llantos de tantos días.

Parecía una telenovela de las dos de la tarde. Pero no, era una gran decepción amorosa lo que había adentro de aquella bolsa. Claro, porque me resultó imposible no agarrar unos papeles más, luego de aquel primero. En verdad, finalmente, aprovechando la claridad y el calorcito del sol de la mañana que entraba por mi ventana del comedor, me los leí todos.

—Cuánto daño nos hemos hecho cariño. Éramos los dos tan necios y egoístas. Yo era solo una chiquilla que estaba recién comenzando a descubrir el mundo. Y vos ibas con un poco de ventaja. Ya con la satisfacción de ir construyendo tu mundillo profesional, apurado por casarte y tener algunos críos seguramente. Aunque aquello nunca me lo dijiste, se notaba. Tal vez, ese anhelo tuyo no me incluía a mí, o sabías que aún yo no estaba lista. Sin embargo, recuerdo una tarde en tu auto, mientras atravesábamos por milésima vez aquella infinita ruta que unía tu casa con la mía, o la separaba, no lo sé; me dijiste que me ibas a llenar la panza de huesos. Que espanto. Así de básico eras, y tan extraordinario que te creías—y luego seguían otras líneas, en aquel primer papel que agarré.

Pobre Anita. Como para no estar triste. Evidentemente él era más grande que ella y seguro que Ana lo había querido un montón. Si no, no se entiende tantos papeles y tantos domingos de llanto.

Me acomodé el almohadón del sillón para no clavarme los barrotes de madera en la espalda, me tome el último sorbo de café, y agarré otro papel. Ya estaba atrapadísima, metida de cabeza adentro de aquella bolsa.

—Te agradezco tanto aquella calurosa y oscura noche en que te fuiste definitivamente de mi casa, y que no haya vuelto a saber más nada de vos. Tarde o temprano, y seguro más temprano que tarde, lo nuestro no iba a funcionar. Yo no estaba dispuesta a pagar cualquier precio, y hacer las cosas de cualquier manera. En cambio vos, parecías no preocuparte demasiado por nada ni por nadie, con tal de alcanzar lo que querías. Te creías imparable, y estabas siempre tan pendiente de quedar exitoso y triunfante ante los demás, que nunca te importaba realmente demasiado como estaba yo. Los tan anhelados fines de semana que nos encontrábamos en tu casa o en la mía, lo único que yo deseaba con todo mi cuerpo, era estar las 48 horas a tu lado oliendo tu piel a cada minuto, sentir el calor de tus manos sobre mi espalda, la humedad de tu boca sobre la mía, pasarme el día entero mirándome a cada segundo en el reflejo de tus ojos. En cambio vos, te empeñabas en llevarme a todos tus eventos sociales, mostrándome como un trofeo ante tus amigos y conocidos; y luego te ibas con los tuyos olvidándote de mi completamente, como si yo ya no existiera. Como aquella interminable cena que tuvimos en la casa de tu socio, ¿te acordás? O la boda de tu mejor amigo, en donde te la pasaste de maravilla, saltando y bebiendo con tu grupete querido; y yo sentada en la mesa, teniendo que escuchar la sarta de estupideces que decían las mujerzuelas de aquellos. Como te deteste aquella vez—así escribía Anita.

Qué desgraciado el tipo. Parece que no la cuidaba mucho. Al fin y al cabo, son todos iguales. Aunque de Cacho yo no me puedo quejar. La verdad es que a mí me cuida un montón.

El último papel que agarré estaba roto en pedazos, pero lo pegué con cinta y quedó perfecto. Súper legible. Si me hubiese visto mi marido, me hubiese matado. Pero me acomodé un poco más en el sillón, me la senté a Daysy sobre mi falda, y seguí. Los pedidos que tenía de mis clientes en la cocina podían esperar.

Ese último decía:

—Tus palabras hirientes después de tantas discusiones y tus caricias de todos esos años, se desprendían de mi cuerpo cada noche, con cada gota de sudor que brotaba de mi piel. Fue doloroso, muy doloroso. Por momentos parecía que me estaba despellejando. Vos me decías que no perdiéramos más tiempo, que no nos lastimemos más. Y luego entendí que tenías razón. Que era lo mejor para los dos. En cuanto cerré la puerta de mi casa y te vi marcharte por ultima vez, el mundo se me vino a bajo. De un solo tirón, me estabas arrancando toda mi vida. Pero no estaba dispuesta a perderlo todo. No valías tanto, y sobretodo no valías más que yo. Aunque eso era lo que vos pensabas y lo que me querías hacer creer a toda costa, hablando siempre de tus negocios y de tus problemas con tu socio y tus amigos, convencido que eran cuestiones de suma relevancia; mientras que lo mio me decías que eran delirios y nimiedades de una artista sensible, ingenua y soñadora. Que patético que resultaste. Mi amiga Sabrina, sí, esa que a vos no te gustaba nada, claro, porque no te convenía; me dijo aquella noche que mi capacidad de amar, nadie me la iba a poder quitar, y continúe.

—¡Lo bien que hiciste Anita!—pensé yo.

Me fui a la cocina a servirme otra taza de café bien caliente, pues la situación realmente lo ameritaba. Había que pasar ese trago amargo. Pobre Ana. Se me partía el alma. Y después dicen que el amor es lindo. Por favor, cuántos domingos tuvo que llorar ese encanto de chica mientras escribía esas cartas, para sacarse de encima a ese tipo. Bueno, porque al menos eso es lo que yo suponía.

Para mí que Ana se levantaba los domingos, y como era el único día de la semana en el que no tenía que salir corriendo a ensayar, aprovechaba el hermoso sol de la mañana que da sobre el balcón, para escribir esas cartas y así lograr olvidarse de él. Y claro, entonces las lágrimas eran inevitables.

Pero la cosa no quedó ahí. Intentando comenzar con mis asuntos del día en la cocina, me había puesto a pensar qué hacer con esa bolsa. Se la devolvería a Ana, aclarándole que no había leído nada. Era ridículo. Tenía todos los papeles que estaban hechos un bollo, bien estiraditos; y el que estaba roto, pegado a la perfección. Volvería a hacer bollitos, y a romper el papel que restituí. Pero no fue necesario.

Me la pasé todo el santo día pensando en Ana y aquella maldita bolsa. Se me juntó un montón de trabajo, pero la inquietud que me produjo aquellas cartas fue demasiada. No pude evitar meter la pata en mi bendita comida. Algunas tartas quemadas, otras salsas con grumos, y un poco de aceite de más en algunas ensaladas.

—¿Cómo puede ser que Anita se haya enamorada de un tipo así?, ¿Habrá sido su primer amor?, ¿Dónde lo debe haber conocido?, ¿Cuándo habrá sido aquella última noche que se vieron?, ¿Cuanto tiempo habrán pasado juntos?, ¿Y cómo es posible que Ana se haya olvidado esa bolsa en la puerta de su casa?—me preguntaba en mi cocina bastante sucia, y con olor a quemado por los despistes del día.

Luego la noche se puso linda, estaba cálida, y mientras esperaba en la puerta del edifico a que mi pequeña Daysy hiciera su último pichín del día, un muchacho muy guapo, alto, un poco flacucho pero con muy buen porte, tocó el timbre en el portero eléctrico del departamento de Ana. Vestía informal pero muy elegante, con jean, camisa blanca y un saco. Ana enseguida contestó:

—¿Sí?
—Soy yo—respondió él.
—Ya bajo—replico ella.

¡Vaya confianza! Evidentemente ya se conocían, y Ana lo estaba esperando. Si no, qué clase de respuesta era esa para identificarse, ante un portero eléctrico de un edificio de nueve pisos con 30 departamentos.

—Hola, Blanca—me dijo Ana al abrir la puerta, luego de saludarlo a él con un tímido beso en la boca.

Claro, yo estaba a medio metro de ellos nomas. Y si me corría un poco de la puerta, seguro que Daysy me iba a perder de vista y se asustaría. No es que a mí me importara saber quién era ese susodicho. Aunque después de semejante culebrón que había tenido por la mañana, me intrigaba un poco imaginar quién sería el próximo. Pero me lo hubiese podido aguantar.

—Hola, Ana, buenas noches. ¡Que alegría verte!—me salió decirle.

Y la verdad es que era cierto. Luego de haberla escuchado llorar tanto el día anterior, y de haber leído esas cartas, era realmente una alegría volver a verla. Y más aún, tener la oportunidad de haberla visto en esa otra situación.

—El es Octavio. Octavio, ella es Blanca. Mi vecina del séptimo B de la que te hablé el otro día—nos presentó simpáticamente Ana, que al parecer ya le había hablado de mi. O sea que se conocían hace un tiempo, pues ella no iba a hablarle de mí a un tipo cualquiera en unas primas citas.

—Ah, ¿qué tal? Un gusto—le dije, mientras le tendí la mano para saludarlo.

Aquella vez tenía el pelo y el pantalón negro que uso para cocinar, con un poco de harina; pero por suerte no estaba en pijama y chancletas como aquel día que en que la vi a Ana por primera vez.

—Encantado de conocerla—me dijo él muy amablemente, cambiando de mano un paquete que llevaba, para responder a mi saludo mientras iba poniendo un pie ya del otro lado de la puerta, como con un poco de prisa.

—Pasen, pasen. Después yo subo con Daysy— le dije a Ana, que estaba dubitativa entre esperarme a que entrara yo también con ellos o cerrar la puerta del edifico, tras Octavio.

Le puse la correa a Daysy, y me la llevé a dar una vuelta manzana. Necesitaba caminar un poco y tomar aire fresco, mientras pensaba. Mis vecinos iban llegando a sus casas después de la jornada laboral, la ciudad se iba silenciando un poco, y yo iba a los tirones con Daysy que se paraba a oler cada árbol de la cuadra.

—¿Qué es ese paquete que llevaría ese muchacho?, ¿Sería un regalo para Anita?, ¿Desde cuando se conocerían?, ¿Pasarán la noche juntos?, ¿Y ahora yo que hago con esa bolsa?—me preguntaba ansiosa, con mucha curiosidad, mientras caminaba.

En fin, evidentemente, esas cartas y esas lágrimas habían sido un buen drenaje para Ana; y parecía entonces que la muchachita ya estaba dando una nueva batalla. Y digo nueva, porque si bien en esas cartas ella nunca había escrito el nombre de él, porque tal vez pensaba que no era necesario, o que al no escribir su nombre sería la mejor forma de olvidarlo, aunque más bien yo creo que es todo lo contrario; ella decía allí que él era un poco regordete y petacón. Por lo tanto, este muchacho no podía ser el mismo que aquél.

Terminada la vuelta manzana, con la cabeza un poco más aireada, decidí no decirle nada a Ana acerca de haber hallado aquella bolsa. A no ser que ella me hiciese algún comentario al respecto. Me convencí de que aquellos papeles ya eran basura. Seguro que el llanto extra de ese domingo a la tarde, había sido el último tirón. Claro, al día siguiente venía él. Esas cartas tenían que salir de casa. Era momento de dar vuelta la página y empezar un nuevo capítulo.

Alegremente, guardé aquella bolsa en el fondo de mi placard, donde todavía la tengo, y en el transcurso de los meses siguientes fue notable cómo le cambio la mirada a Ana. Sus ojitos estaban cada vez más brillantes, y su sonrisa tan fresca ahora parecía que la tenía atornillada. Que contenta que me ponía verla así.

Algunos días por la mañana yo veía como él la pasaba a buscar con su auto para llevarla a su ensayo, y otras veces bajan directamente los dos juntos y éramos cuatro los que íbamos en el bendito ascensor. Evidentemente esas veces él pasaba la noche en la casa de ella. Que grandioso, esas mañanas Ana estaba radiante.

—¿Habrían dormido algo?—me intrigaba saber.

Por las pocas palabras que podía ir arrancándole a Octavio, parecía una persona muy interesante, aunque un poco reservado; pero se mostraba muy amoroso con Ana, y todo un caballero con nosotras, incluida Daysy, por supuesto. Me contó que trabajaba en microcentro, en una empresa de tecnología haciendo investigación. Que fantástico ese mundo.

Lógicamente, los domingos por la mañana ya no se escuchaban más llantos. A veces un poco de música, y algunas otras parecía que Ana no amanecía allí. Probablemente esas noches ella se quedaba en la casa de él.

—¿Dónde viviría Octavio?, ¿Qué harían el fin de semana?—quería averiguarlo. Ya se los iba a preguntar la próxima vez que me los cruzara. Aunque me parece, que los domingos por la tarde solían salir a andar en bicicleta, porque Ana me contó que él le compró una bicicleta violeta, especialmente para ella.

Que maravilla, sin duda con Octavio estaría todo marchando genial, y Ana seguro que se estaría haciendo grandes ilusiones.

Pero no. Eso era lo que yo pensaba. No iba a ser tan fácil para la pobre Anita.

—¡No sé que hacer, Vanesa! ¡Se va, entendés que se va! Me dice que me vaya con él, pero es un disparate. Qué hago con mis cosas, mi baile, mis funciones. Estamos por estrenar. No puedo irme así y dejar todo por él, de un día para el otro. ¿Y si no funciona?—esta vez sí que los llantos eran desesperantes.

Estaba cocinando un cheesecake, pero me quedé en shock parada en frente de la ventana, y se me hizo un nudo en la garganta. Cuanta pena hija mía. Tanta angustia que me dieron ganas de llorar a mí también. Tenía ganas de ir corriendo a abrazarla para que se tranquilizara. No tengo idea que es lo que le hubiese dicho, pero aunque sea servirle una taza de té.

Apagué la radio que tenía como sonido de fondo en la cocina, y seguí escuchando. Por suerte era la hora de la siesta, donde hay un poco más de calma en el edificio, y todavía no se escuchan las bocinas de los autos por la salida de los colegios de los chicos.

—¿Y si no voy y me arrepiento por el resto de mi vida? ¿Justo ahora tenía que salirle la beca para hacer el doctorado? Él también esta muy mal. No quiere marcharse sin mí, pero tampoco quiere perder la beca. Me dijo que sería solo por un tiempo, y que luego volveríamos, si eso era lo que yo quería—se continuaba escuchando a los gritos desde mi ventana, entre los llantos y la sonada de la nariz; que en ese caso no perecía que fuese precisamente la señal de que Ana estuviese por terminar de llorar.

Se ve que estaría hablando por teléfono con alguna amiga. Que justo, marchaba todo tan bien.

—¿Y ahora qué iría a hacer la pobre Anita?—me preguntaba yo con una ligera tristeza.

No pude seguir con mis tareas, apagué el horno y puse a calentar un poco de agua para hacerme un té; a la vez que alcé a Daysy para hacerle algunos mimos.

—¡Decime qué hago, por favor! Si se va y lo pierdo, me muero. ¿Pero si me voy y no funciona?—le decía Ana a quién fuera que estuviese del otro lado del teléfono escuchándola.

—¿Qué le estaría diciendo esa tal Vanesa a mi querida Anita?—pensaba, mientras me arrimaba a la ventana una banqueta de la barra de la cocina, para sentarme y tranquilizarme un poco.

Tal vez, no es para tanto. Pero es que esa chica es tan sensible y tan expresiva. La verdad, que ya le he tomado mucho cariño. No tengo idea que va a ser lo mejor para ella. Pero si se va, la voy a extrañar un montón. Ojalá que tome una buena decisión. Aunque cómo saberlo de ante mano. En cualquier caso, se estaría arriesgando a perder algo. Cuanta incertidumbre. A mi me parece que este Octavio tiene pinta de ser un buen muchacho, y a Ana se la vio muy bien todo este tiempo. A lo mejor, es un buen partido para ella.

Al día siguiente no me la encontré en el ascensor, ni al otro ni tampoco al otro.

—Claro, debería estar un poco revolucionada con la decisión que tenia que tomar, y seguro que había cambiado su rutina—se me ocurría pensar.
—¿Se habría ido?—se me cruzó por la cabeza un día de esos.
—No puede ser. Cómo se va a ir sin saludarme—me dije enseguida.

Se me pasaban tan lentos aquellos 20 segundos de esos días, en aquella caja de un metro por un metro, que ahora nos quedaba nuevamente enorme. Daysy también me miraba extrañada. Cada mañana la esperaba un poco más de tiempo con las puertas abiertas del ascensor en aquel oscuro pasillo, a que salga de su casa; pero Anita no aparecía.

Esos días me la pasé cocinando sin prender la radio y con todas las ventanas de la cocina bien abiertas, aunque se me enfriara toda la comida que tenía que entregar caliente; pero así todo no alcanzaba a escuchar ningún sonido que viniese del departamento de Ana.

Ya me estaba preocupando. A ver si por tanta pena, se le hubiese ocurrido hacer algún disparate. Que desgracia dios mio.

Poco a poco, me iba dando cuenta cuanto la iba a extrañar a Anita si se iba. Me hace arrancar el día con tanto entusiasmo, cada mañana tiene algo nuevo para contarme. Me transmite tantas ganas de vivir. Su felicidad es realmente muy contagiosa.

—¿Dónde se habría metido?, ¿Estaría con Octavio o él ya se habría marchado por la beca?—me preguntaba a cada rato, mientras me iba entristeciendo cada vez un poco más, por el hecho de pensar tan solo de no volver a verla.

Finalmente otro día comenzó. Fue un lindo amanecer. Se esta acercando la primavera, y ya se pueden oír algunos pajaritos tempraneros que cantan cuando empieza a salir el sol.

—Hola, Ana—le dije hoy a la mañana, disimulando mi sorpresa y mi alegría de verla otra vez paradita en la puerta del ascensor.
—Hola, Blanca—me dijo ella, esta vez sin su sonrisa y con los ojos vidriosos, mientras comenzábamos a apretujarnos una vez más en aquel benévolo cubículo.
—¡Que tengas un lindo día! ¡Y suerte con lo tuyo!—me salió decirle a mí, luego del largo silencio con el que bajamos al mundo.
—Adiós, Blanca. ¡Ojala así sea!—me dijo ella entre dientes, con un suspiro y dándome un fuerte abrazo.

—¡Vaya muchachita! Que después de todo, ¡son las cosas de la vida!, ¿no, Daysy?—pero claro, Daysy no me respondió. Ella sabía que eran palabras livianas que yo soltaba al aire, tan solo para consolarme un poco a mi misma.



B.C

sábado, 27 de enero de 2018

¿Dónde estará Rebecca?


Repentinamente, en el medio de aquel pesado y tenebroso silencio, se escuchó un ruido, un fuerte y extraño ruido. Parecía que venía de lejos, del otro lado del torrente de agua que caía rabiosamente desde más de ocho metros de altura; pero no se podía alcanzar a ver nada, pues el matorral de la vegetación era realmente muy tupido. Y aunque el sol brillaba con toda su fuerza en aquella sofocante tarde de verano, el reflejo contra el frondoso y denso follaje verde de árboles, arbustos y plantas trepadoras que se mezclaban enérgica y salvajemente entre sí, hacía que fuese casi imposible poder vislumbrar la preciosa figura de aquella inalcanzable mujer.

—¿Dónde estará Rebecca?—se preguntaba continuamente Alfred, una y otra vez.

—¿Dónde estará Rebecca?—decía ya en voz alta aquel hombre, con sus últimos alientos, a cada paso que daba, haciendo un gran esfuerzo por levantar una pierna y volver a poyar el pie sobre la tierra húmeda y blanduzca.

Hacía más de tres semanas que Alfred estaba buscando desesperadamente a su bella y adorada Rebecca, caminando y caminando, día y noche, sin parar, sin dormir y apenas comer; ya que solo ingería lo necesario que sacaba de su improvisada bolsa para poder mantenerse en pie, a la vez que aprovechaba a lamerse las gotas de sudor que se desprendían de su piel, intentando de este modo demorar la inevitable deshidratación que ya estaba padeciendo.

Los rayos de sol que lograban penetrar la intransigente flora, le quemaban el pellejo; mientras que el sonido aturdidor del agua caer, le producía a Alfred una mezcla de frescura aliviante a la vez que una tentación voraz de apagar su ardiente sed.

Así había llegado aquel simple comerciante, oriundo de Villa Patay, a aquella desoladora extensión silvestre, caminando y caminando, sin recordar ya el camino que lo había conducido allí. Simplemente recordaba que un día se había despertado en su rústico hogar, a las siete de la mañana como lo hacía todos los días, para una hora más tarde estar en el centro del pueblo, abriendo la persiana de su pequeña ferretería. Pero esta vez, sin ningún tipo de vacilación, había comprendido, tras una especie de revelación al despertarse, que había llegado el momento en el que iba conseguir encontrar a su amada Rebecca. Por fin, ese día iba a poder atraparla y tenerla definitivamente para él por el resto de su vida, pues su ajetreado y ferviente cuerpo no podía continuar así, esperándola ni una milésima de segundo más.

La verdad es que Alfred la había estado buscando a Rebecca durante toda su vida. Tal es así que, el buen hombre, contaba en su haber con unas cuantas relaciones fallidas con varias mujeres del pueblo; a cada una de las cuales había querido y apreciado mucho, a pesar de no haber podido alcanzar a establecer con ninguna de ellas una relación duradera y fructífera, pues siempre había estado expectante y a la espera de su añorada Rebecca. Pero ahora sabía que estaba cada vez más cerca de ella, ahora Alfred estaba cada vez más seguro que cada día que pasaba, la distancia que los separaba, se iba reduciendo.

—¿Dónde estará Rebecca?—se preguntaba aquel hombre cada mañana al despertarse y cada noche al acostarse, sin que pasara ni un solo día de su calculada y monótona vida, en la que no lo acompañe durante toda su rutina diaria este martirizador y escabroso enigma.

Pero sorprendetemente, ese día, Alfred estaba convencido que a cada hora estaba más próximo a encontrarla, y entonces su certeza de que cada minuto que transcurría lo arrimaba más a aquella preciosa mujer, ya era inconmovible. Su pulso cardíaco aumentaba cada vez más con cada nuevo paso que daba, y él no tenia duda que era la señal de que cada segundo que sucedía estaba más cerca de atraparla.

La luz del sol ya no quemaba tanto, la tarde comenzaba a avanzar en aquel agobiante y denso monte; y Alfred aunque apesadumbrado y abatido por la imparable búsqueda, no estaba dispuesto a darse por vencido.

De pronto, antes de continuar empleando la poca energía que le quedaba para dar una nueva pisada, el hombre se detuvo un momento con cierto entusiasmo, hizo un profundo silencio que lo llevo incluso a contener su agitada respiración, y escuchó atentamente. Se oyó nuevamente el fuerte y extraño ruido. Esta vez parecía que venía de más de lejos todavía, pero el ruido era aún más fuerte y confuso, muy confuso; pero era ella, Alfred sabía fehacientemente que era ella.

Aquel hombre lo podía sentir en lo más hondo de su ser, y podía ver de un modo muy claro y muy nítido el momento en el que estaría finalmente junto a su grandiosa Rebecca. De echo, esa anhelada imagen era solo lo que Alfred veía entre aquella robusta flora silvestre, y hacía allí iba, con cada paso que daba en ese oscuro y pantanoso camino. Sabía que solo era cuestión de continuar pacientemente con su marcha acalorada y de esperar tan solo unos segundos más, pues ya llegaría aquel instante en donde la plenitud y el éxtasis producido por el placer más extremo jamás sentido, haría realmente válido todos esos arduos años de esa obstinada y penosa búsqueda.

—¡Ahí estás, Rebecca! ¡Mi bella y adorada Rebecca! Te estoy viendo. Puedo ver el brillo de tu piel blanca y tu larga cabellera castaña que cae sobre tu diminuta cintura. Te estoy escuchando. Esa suave y dulce voz que sale de tus entrañas. Sos vos, yo sé que sos vos. Acá estoy yo, tu Alfred. No tengas miedo, vine por ti—gritaba entre sollozos, desesperadamente Alfred, tras las alucinaciones y ensoñaciones que le producía su estado de hambruna, de sofocación y de alienación.

Los minutos pasaban, y mientras el sol comenzaba a bajar por detrás de la cascada, Alfred a la vez que espantaba algunos insectos con una manga de su remera azul que se había arrancado, sacudía desesperadamente las ramas de los arbustos que estaban a su alcance, para ver si la encontraba por allí escondida a Rebecca.

Un paso más y otra vez el ruido, que era como si se escuchara cada vez más lejos pero cada vez más fuerte. Parecía que cuanto más caminaba Alfred entre aquella húmeda vegetación, más se alejaba aquel extraño sonido. Parecía que cada paso adelante que daba aquel hombre, era un paso mas atrás que daba aquella mujer. Parecía que cuanto más creía Alfred estar próximo a atraparla, Rebecca más se alejaba; escabulléndose entre las miles de hojas enmarañadas, y las grandes ramas que iban haciendo cada vez más impenetrable el camino.

Con una mezcla de entusiasmo y desesperanza, Alfred veía como esa imagen difusa de la mujer más hermosa jamás vista sobre la faz de la tierra, aparecía y desaparecía, una y otra vez, entre aquella rebelde naturaleza.

Tal es así que, detrás del grueso tronco de un árbol, Alfred pudo ver claramente, como se asomaba un brazo de Rebecca, y sin suerte, salió disparado hacia allí. Luego, por debajo de las ramas verdes de un inmenso arbusto, Alfred divisó los volados de su vestido dorado, y sus pies, entre hojas secas, que se veían corretear como en un juego de niños. Por lo tanto, una vez más, aquel hombre se lanzó tras ese gigante arbusto, de un modo desenfrenado, pero Rebecca brillaba por su ausencia.

Con el sol ya completamente por detrás del monte, y el atardecer inminente que se iba a llevar consigo la poca luz con la que contaba aquel sitio, Alfred comienza a recurrir a sus últimos recursos. Rabiosamente, saca de su bolsa una delicada manta blanca, que había estado tejiendo muy especialmente durante años y años, en el galpón de su casa, para poder así atrapar a Rebecca. En un estado de desconcierto y de ingobernabilidad absoluta, Alfred comienza a correr de un lado al otro entre los pastizales y la maleza, dando vueltas alrededor de los árboles y arbustos, soltando la manta entre las ramas para atrapar a Rebecca. Pero no lo lograba, pues aquella encantadora mujer era realmente inatrapable, por más precisa y perfecta que estuviese hecha la tela, por más rápido y ágil que fuese el cuerpo de ese hombre; Rebecca se escapaba una y otra vez, fugazmente por los minúsculos agujeros del tejido.

Alfred no lo podía creer que estuviese fallando, pues lo tenía todo minuciosamente calculado; el tamaño específico de la manta, la medida justa del tejido. Debería haber alguna maldición, pues no podía ser que otra vez Rebecca se le escapara, no podía ser que no pueda atraparla teniéndola tan cerca, siendo solo unas malditas hojas verdes lo que se interponía entre ellos.

Creía que se estaba volviendo loco, estaba extenuado, furioso, pero cada vez más obsesionado por la extrema belleza de aquella mujer. Entonces Alfred decidió romper la bolsa donde llevaba sus provisiones, para poder finalmente atrapar a Rebecca; pues afortunadamente aquella bolsa no tenía ni un solo agujero por donde ella pudiera escaparse.

—¡Ya verás, mi querida Rebecca! ¡No podrás escaparte más y serás mía, solo mía por el resto de la vida!—decía Alfred mientras se iba arrastrando por el suelo cubierto de barro.

La oscuridad de la noche ya se estaba haciendo presente en aquel recóndito sitio selvático, y repentinamente otra vez el ruido y otra vez la apreciada y bonita imagen de ella. Entonces Alfred vislumbró que justamente ese iba a ser el instante con el que había estado fantaseando durante toda su miserable vida. Echado en el suelo, lleno de charchos, musjos, y hojas secas, respirando el frío y la humedad de la noche; rápidamente tomó aire y levantó sus brazos lo más alto que pudo, estirándolos lo más lejos que estaba a su alcance, sosteniendo la bolsa firmemente con sus dos manos, gastando sus últimas energías.

Mientras la temperatura del ambiente disminuía cada vez más y la oscuridad ya era total, Alfred podía imaginárselo todo, cada detalle, como los apasionantes besos que le daría a Rebecca o las miles de caricias que le haría por todo su delgado cuerpo; pues cada interminable día, Alfred no había hecho más que pensar de modo recurrente, en aquel maravilloso encuentro con ella.

—¡Por fin, lo conseguí! ¡Ahora sí, te tengo! ¡Sos mía Rebecca, toda mía! ¡Seremos felices, los dos juntos por siempre! ¡No importa más nada, solo tu y yo!—exclamaba Alfred, ya casi agónico, presionando la bolsa contra el piso embarrado, en el intento de retener a Rebecca.

Y sí, había llegado ese momento tan esperado. Al fin la gran dicha estaba entre sus manos. Ya no había más nada, ni nadie que pudiera separarlos, pues ella y él estarían juntos por siempre. Como debería haber sido desde un principio, como va a ser desde ahora en adelante; pues esa alucinante y esplendorosa mujer le pertenecía a Alfred, estaba claro que ella siempre había sido suya.

En la negrura más negra de todas las noches, y acompañado por la soledad del silencio más largo de todos los silencios; de rodillas junto a ella, rodeándola con el más tierno abrazo, sobre el barro frío y mojado, Alfred levantó la bolsa que tenía apoyada contra el suelo y se quedó sin aire. Su helado cuerpo rendido, se fundió encima del cadáver de Rebecca, y así quedaron unidos por siempre, tal como él lo había deseado cada día de toda su estúpida vida; y fueron pues eternamente inseparables.


B.C




lunes, 1 de enero de 2018

Fábula de Navidad: Los renos de Papá Noel y el perro guardián



Había llegado la noche del 24 de diciembre a un pequeño pueblo muy pintoresco, ubicado al sur de Buenos Aires, y Papá Noel iba arribando con sus dos simpáticos y laboriosos renos.
Ya cansados de tanto andar, pero siempre cumplidores y bondadosos con su trabajo, los renos aterrizan rápidamente en una casa muy bonita, de donde habían recibido tres pedidos muy especiales de tres niños que vivían allí.
No había tiempo para perder, pero desafortunadamente, delante de la puerta de la casa se topan con un lindo y buen perrito, que rabiosamente comienza a ladrar y ladrar sin parar, gruñendo y mostrando todos sus dientes, con un gesto muy poco amigable.

—¡Cállate amigo! ¡Ya para de una vez por favor! Somos los renos de Papá Noel, y tenemos que entrar a la casa para dejar los regalos que nos pidieron los tres niños que viven aquí— exclamó uno de los renos, presentándose, en un intento de calmar al buen perrito.
—¿Tú cómo te llamas?—le preguntó el otro reno para generar confianza.
—Solo mis amos y amigos me llaman Lassie, así que para ustedes con perro es suficiente. ¿A estas horas de la noche piensan entrar a la casa? ¿Con permiso de quién? Yo no tengo ninguna autorización para dejarlos pasar, y a mí me cuidan y me dan de comer para que yo los proteja incondicionalmente a esos tres niñitos que ustedes dicen que viven acá; que dicho sea de paso, me gustaría saber cómo es que lo saben—expresó el perro.
—¡Pero que perro gruñón, joder! ¿No te das cuenta que venimos, como todos los años, a estas horas de la noche, para que cuando los niños se levanten, encuentren debajo del árbol de navidad los regalos que ellos nos pidieron, en las cartas que nos enviaron?—dijo el otro reno, ya un poco ofuscado y perdiendo la paciencia.
—¿Les pidieron regalos a ustedes? ¿A ver, díganme, que les pidieron?—los desafió el perro a los renos.
—El niño más chiquito nos pidió palabras, el del medio nos pidió respeto, y la niña más grande nos pidió amor—respondió uno de los renos.
—¡Vaya regalos! ¡Eso si que suena bien, aunque un poco extraño! ¿Cómo es que le pidieron palabras a ustedes, si ellos siendo humanos, teóricamente son los usuarios exclusivos de las palabras? ¿Respeto? ¿Si teóricamente hace millones de años, que están gobernados por un montón de leyes, para ordenarse y diferenciarse de nosotros? Amor, amor...controvertida y paradigmática palabrita. Si justamente los afectos son el relevo de nuestro instinto 
animal—cuestionó el perro.
—Bueno, pero de todos modos parece que algo no les está funcionando muy bien. En el polo norte, nos han llegado lamentables noticias de situaciones de mucha violencia, intolerancia, desprecio, irresponsabilidad, necedad, egoísmo, maldad...
—Hey, hey, hey...acá no me vengan con tantos ideales he, que el paraíso ya sabemos que en esta tierra está perdido—lo interrumpió el perro.
—¡Pero que perro rabioso que resultaste! No somos idealistas. Sabemos muy bien que todo eso forma parte de la miseria humana, pero convengamos que por momentos, al menos nosotros, nos confundimos un poco respecto de cuál es el reino animal y cuál es el reino humano. Púes, si no circula la palabra y no hay respeto por las normas y entre las personas, no hay lugar para el amor, y los afectos se pueden tornan en pasiones violentas que suelen llevar a la peor destrucción...y entonces no hay mucha diferencia con nuestro mundo 
salvajeconcluyó el reno.
—¡Madre mía! ¡Que reno sabio que resultó tener Papá Noel!—exclamó sorprendido el perro—Mmmm, puede ser que me estén convenciendo. Está bien, pasen. ¡Pero cuidado con hacer ruido, eh! A ver si se despierta algún niño y se asusta al verlos—agregó el perro.
—¡Ahí está! ¡Bien hecho amigo! Ves que si conversamos como animales civilizados que somos, en vez de que nos ladres como si fuéramos bestias salvajes, nos entendemos un poco más. Pero de todas formas, pensándolo un poco mejor, no vamos a dejar todos estos regalos aquí—dijo el otro reno, mientras iban entrando a la casa—vamos a dejarles solo una parte, y repartiremos un poco de cada uno ellos por las demás casas que seguro también les hace falta.
—¡Bueno, bueno, pero rapidito he, que les queda mucho trabajo por hacer todavía, y la noche es corta!—terminó diciendo el perro, un poco contrariado entre la decepción y el acuerdo con la decisión del reno.

A la mañana siguiente, los niños se levantaron y mientras iban abriendo los regalos que les habían dejado los renos de Papá Noel, festejaban alegremente por aquella parte de la caja partida que faltaba en cada uno; ya que era señal de que sus regalos habían sido compartidos, tal como ellos lo habían deseado, con un montón de otros niños de ese hermoso pueblo, y seguramente también con un montón de otros más, y tal vez no tan niños, de otras partes del mundo.




B.C

URGENTE: SE BUSCA PRINCESA PARA PRÍNCIPE DESTEÑIDO

ARTISTA ENCUBIERTA: ESTHER PELLEGRINO -¿Quién es? No me molesten. Estoy leyendo! -Disculpe señorita. Tiene 72 mensajes en 5 gru...