Repentinamente, en el
medio de aquel pesado y tenebroso silencio, se escuchó un ruido, un
fuerte y extraño ruido. Parecía que venía de lejos, del otro lado
del torrente de agua que caía rabiosamente desde más de ocho metros
de altura; pero no se podía alcanzar a ver nada, pues el matorral de
la vegetación era realmente muy tupido. Y aunque el sol brillaba con
toda su fuerza en aquella sofocante tarde de verano, el reflejo
contra el frondoso y denso follaje verde de árboles, arbustos y
plantas trepadoras que se mezclaban enérgica y salvajemente entre
sí, hacía que fuese casi imposible poder vislumbrar la preciosa
figura de aquella inalcanzable mujer.
—¿Dónde estará
Rebecca?—se
preguntaba continuamente Alfred, una y otra vez.
—¿Dónde
estará Rebecca?—decía
ya en voz alta aquel hombre, con sus últimos alientos, a cada paso
que daba, haciendo un gran esfuerzo por levantar una pierna y volver
a poyar el pie sobre la tierra húmeda y blanduzca.
Hacía más de tres
semanas que Alfred estaba buscando desesperadamente a su bella y
adorada Rebecca, caminando y caminando, día y noche, sin parar, sin
dormir y apenas comer; ya que solo ingería lo necesario que sacaba
de su improvisada bolsa para poder mantenerse en pie, a la vez que
aprovechaba a lamerse las gotas de sudor que se desprendían de su
piel, intentando de este modo demorar la inevitable deshidratación
que ya estaba padeciendo.
Los
rayos de sol que lograban penetrar la intransigente flora, le
quemaban el pellejo; mientras que el sonido aturdidor del agua caer,
le producía a Alfred una mezcla de frescura aliviante a la vez que
una tentación voraz de apagar su ardiente sed.
Así había llegado aquel
simple comerciante, oriundo de Villa Patay, a aquella desoladora
extensión silvestre, caminando y caminando, sin recordar ya el
camino que lo había conducido allí. Simplemente recordaba que un
día se había despertado en su rústico hogar, a las siete de la
mañana como lo hacía todos los días, para una hora más tarde
estar en el centro del pueblo, abriendo la persiana de su pequeña
ferretería. Pero esta vez, sin ningún tipo de vacilación, había
comprendido, tras una especie de revelación al despertarse, que
había llegado el momento en el que iba conseguir encontrar a su
amada Rebecca. Por fin, ese día iba a poder atraparla y tenerla definitivamente para él por el resto de su vida, pues su ajetreado y
ferviente cuerpo no podía continuar así, esperándola ni una
milésima de segundo más.
La verdad es que Alfred
la había estado buscando a Rebecca durante toda su vida. Tal es así
que, el buen hombre, contaba en su haber con unas cuantas relaciones
fallidas con varias mujeres del pueblo; a cada una de las cuales
había querido y apreciado mucho, a pesar de no haber podido alcanzar a establecer
con ninguna de ellas una relación duradera y fructífera, pues
siempre había estado expectante y a la espera de su añorada
Rebecca. Pero ahora sabía que estaba cada vez más cerca de ella,
ahora Alfred estaba cada vez más seguro que cada día que pasaba, la
distancia que los separaba, se iba reduciendo.
—¿Dónde
estará Rebecca?—se
preguntaba aquel hombre cada mañana al despertarse y cada noche al
acostarse, sin que pasara ni un solo día de su calculada y monótona
vida, en la que no lo acompañe durante toda su rutina diaria este
martirizador y escabroso enigma.
Pero
sorprendetemente, ese día, Alfred estaba convencido que a cada hora
estaba más próximo a encontrarla, y entonces su certeza de que cada
minuto que transcurría lo arrimaba más a aquella preciosa mujer, ya
era inconmovible. Su pulso cardíaco aumentaba cada vez más
con cada nuevo paso que daba, y él no tenia duda que era la señal
de que cada segundo que sucedía estaba más cerca de atraparla.
La
luz del sol ya no quemaba tanto, la tarde comenzaba a avanzar en
aquel agobiante y denso monte; y Alfred aunque apesadumbrado y
abatido por la imparable búsqueda, no estaba dispuesto a darse por
vencido.
De pronto, antes de
continuar empleando la poca energía que le quedaba para dar una
nueva pisada, el hombre se detuvo un momento con cierto entusiasmo,
hizo un profundo silencio que lo llevo incluso a contener su agitada
respiración, y escuchó atentamente. Se oyó nuevamente el fuerte y
extraño ruido. Esta vez parecía que venía de más de lejos
todavía, pero el ruido era aún más fuerte y confuso, muy confuso;
pero era ella, Alfred sabía fehacientemente que era ella.
Aquel hombre lo podía
sentir en lo más hondo de su ser, y podía ver de un modo muy
claro y muy nítido el momento en el que estaría finalmente junto a
su grandiosa Rebecca. De echo, esa anhelada imagen era solo lo que
Alfred veía entre aquella robusta flora silvestre, y hacía allí
iba, con cada paso que daba en ese oscuro y pantanoso camino. Sabía
que solo era cuestión de continuar pacientemente con su marcha
acalorada y de esperar tan solo unos segundos más, pues ya llegaría
aquel instante en donde la plenitud y el éxtasis producido por el
placer más extremo jamás sentido, haría realmente válido todos
esos arduos años de esa obstinada y penosa búsqueda.
—¡Ahí
estás, Rebecca! ¡Mi bella y adorada Rebecca! Te estoy viendo. Puedo
ver el brillo de tu piel blanca y tu larga cabellera castaña que cae
sobre tu diminuta cintura. Te estoy escuchando. Esa suave y dulce voz
que sale de tus entrañas. Sos vos, yo sé que sos vos. Acá estoy
yo, tu Alfred. No tengas miedo, vine por ti—gritaba
entre sollozos, desesperadamente Alfred, tras las alucinaciones y
ensoñaciones que le producía su estado de hambruna, de sofocación
y de alienación.
Los
minutos pasaban, y mientras el sol comenzaba a bajar por detrás de
la cascada, Alfred a la vez que espantaba algunos insectos con una
manga de su remera azul que se había arrancado, sacudía
desesperadamente las ramas de los arbustos que estaban a su alcance,
para ver si la encontraba por allí escondida a Rebecca.
Un
paso más y otra vez el ruido, que era como si se escuchara cada vez
más lejos pero cada vez más fuerte. Parecía que cuanto más
caminaba Alfred entre aquella húmeda vegetación, más se alejaba
aquel extraño sonido. Parecía que cada paso adelante que daba aquel
hombre, era un paso mas atrás que daba aquella mujer. Parecía que
cuanto más creía Alfred estar próximo a atraparla, Rebecca más se
alejaba; escabulléndose entre las miles de hojas enmarañadas, y las
grandes ramas que iban haciendo cada vez más impenetrable el camino.
Con
una mezcla de entusiasmo y desesperanza, Alfred veía como esa imagen
difusa de la mujer más hermosa jamás vista sobre la faz de la
tierra, aparecía y desaparecía, una y otra vez, entre aquella
rebelde naturaleza.
Tal es así que, detrás del grueso tronco de un árbol, Alfred pudo ver
claramente, como se asomaba un brazo de Rebecca, y sin suerte, salió
disparado hacia allí. Luego, por debajo de las ramas verdes de un
inmenso arbusto, Alfred divisó los volados de su vestido dorado, y
sus pies, entre hojas secas, que se veían corretear como en un juego
de niños. Por lo tanto, una vez más, aquel hombre se lanzó tras ese gigante arbusto, de un modo desenfrenado,
pero Rebecca brillaba por su ausencia.
Con
el sol ya completamente por detrás del monte, y el atardecer
inminente que se iba a llevar consigo la poca luz con la que contaba
aquel sitio, Alfred comienza a recurrir a sus últimos recursos.
Rabiosamente, saca de su bolsa una delicada manta blanca, que había
estado tejiendo muy especialmente durante años y años, en el galpón
de su casa, para poder así atrapar a Rebecca. En un estado de
desconcierto y de ingobernabilidad absoluta, Alfred comienza a correr
de un lado al otro entre los pastizales y la maleza, dando vueltas
alrededor de los árboles y arbustos, soltando la manta entre las
ramas para atrapar a Rebecca. Pero no lo lograba, pues aquella
encantadora mujer era realmente inatrapable, por más precisa y
perfecta que estuviese hecha la tela, por más rápido y ágil que
fuese el cuerpo de ese hombre; Rebecca se escapaba una y otra vez,
fugazmente por los minúsculos agujeros del tejido.
Alfred
no lo podía creer que estuviese fallando, pues lo tenía todo
minuciosamente calculado; el tamaño específico de la manta, la
medida justa del tejido. Debería haber alguna maldición, pues no
podía ser que otra vez Rebecca se le escapara, no podía ser que no
pueda atraparla teniéndola tan cerca, siendo solo unas malditas
hojas verdes lo que se interponía entre ellos.
Creía
que se estaba volviendo loco, estaba extenuado, furioso, pero cada
vez más obsesionado por la extrema belleza de aquella mujer.
Entonces Alfred decidió romper la bolsa donde llevaba sus
provisiones, para poder finalmente atrapar a Rebecca; pues
afortunadamente aquella bolsa no tenía ni un solo agujero por donde
ella pudiera escaparse.
—¡Ya
verás, mi querida Rebecca! ¡No podrás escaparte más y serás mía,
solo mía por el resto de la vida!—decía
Alfred mientras se iba arrastrando por el suelo cubierto de barro.
La
oscuridad de la noche ya se estaba haciendo presente en aquel
recóndito sitio selvático, y repentinamente otra vez el ruido y
otra vez la apreciada y bonita imagen de ella. Entonces Alfred
vislumbró que justamente ese iba a ser el instante con el que había
estado fantaseando durante toda su miserable vida. Echado en el
suelo, lleno de charchos, musjos, y hojas secas, respirando el frío y
la humedad de la noche; rápidamente tomó aire y levantó sus brazos
lo más alto que pudo, estirándolos lo más lejos que estaba a su
alcance, sosteniendo la bolsa firmemente con sus dos manos, gastando
sus últimas energías.
Mientras
la temperatura del ambiente disminuía cada vez más y la oscuridad
ya era total, Alfred podía imaginárselo todo, cada detalle, como
los apasionantes besos que le daría a Rebecca o las miles de
caricias que le haría por todo su delgado cuerpo; pues cada
interminable día, Alfred no había hecho más que pensar de modo
recurrente, en aquel maravilloso encuentro con ella.
—¡Por
fin, lo conseguí! ¡Ahora
sí, te tengo! ¡Sos mía Rebecca, toda mía! ¡Seremos felices, los
dos juntos por siempre! ¡No importa más nada, solo tu y
yo!—exclamaba
Alfred, ya casi agónico, presionando la bolsa contra el piso
embarrado, en el intento de retener a Rebecca.
Y
sí, había llegado ese momento tan esperado. Al fin la gran dicha
estaba entre sus manos. Ya no había más nada, ni nadie que pudiera
separarlos, pues ella y él estarían juntos por siempre. Como
debería haber sido desde un principio, como va a ser desde ahora en
adelante; pues esa alucinante y esplendorosa mujer le pertenecía a
Alfred, estaba claro que ella siempre había sido suya.
En
la negrura más negra de todas las noches, y acompañado por la soledad del silencio más largo de todos los silencios; de rodillas junto a ella, rodeándola con el más
tierno abrazo, sobre el barro frío y mojado, Alfred levantó la bolsa
que tenía apoyada contra el suelo y se quedó sin aire. Su helado
cuerpo rendido, se fundió encima del cadáver de Rebecca, y así
quedaron unidos por siempre, tal como él lo había deseado cada día de toda su estúpida vida; y fueron
pues eternamente inseparables.
B.C