El papá de mi papá,
fue un gran músico tanguero.
Tocaba el bandoneón,
al compás del 2x4,
en un tono Do mayor.
Vivía en el sur del Gran Buenos Aires,
en una hermosa casa chorizo.
En la localidad de Adrogué,
estaba allí su sitio.
A mi me encantaba dar vueltas en el
aljibe,
y correr debajo de la parra.
Me recuerdo jugando a las escondidas,
contando y haciendo pica en la hermosa
galería.
A mi abuelo,
le gustaban los pájaros, las plantas,
y el tango.
Y así lo recuerdo,
con sus ojos celestes y su pelo blanco.
Su mirada serena y su dulce voz,
transmitían una seguridad y una calma,
que te transportaba a otra galaxia.
La novela familiar,
cuenta que arriba de su falda,
él me dejaba comer todos los mariscos
que yo quería;
mientras mi mamá me lo prohibía.
“Le hace bien nena”,
le decía a su nuera;
y así me deleitaba durante la cena.
Además de ser mi abuelo,
él fue director de orquesta.
Orquesta típica Orlando,
la llamaban en el barrio.
Produjo el himno de la escuela pública
de Adrogué,
y otras tantas partituras,
que nos dejo en su haber.
Así, dice J.L. Borges,
que esos muertos viven en el tango.
Que al escuchar un tango viejo,
sabemos que hubo hombres,
valientes en su alegría.
¡Por que es cierto que hay que ser
valiente, para vivir alegre!
Y aunque se dice que el tango es
triste,
mi abuelo y el tango,
fueron en mi vida,
un alegre bálsamo para mis heridas.
Así lo define Borges,
un símbolo de felicidad.
Y así fue para mi.
Mi abuelo y el tango me hicieron feliz.
Gracias abuelo,
por hacerme llevar en la sangre,
el amor por el arte;
Y en la agitación de mi cuerpo,
el bello ritmo tanguero.
En cada tango te abrazo!
Hoy ya con tacones,
y junto a otro regazo!
B.C
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