Violeta
escribe. Escribe, escribe y escribe.
Escribe
desde siempre. Escribe en su computadora por las mañanas cuando se
levanta. Escribe en un cuaderno mientras almuerza. Escribe por las
tardes en hojas sueltas. Escribe en los azulejos mientras se baña.
Escribe cuando cena y después de cenar. Escribe antes de irse a
dormir. Escribe para dormirse y escribe mientras duerme. Sí, Violeta
escribe dormida y escribe despierta. No puede parar de escribir.
Violeta
es una joven muy inquieta, podría decirse. Lo que tiene de
interesante, lo tiene de enigmática. Lo que tiene de reservada, lo
tiene de extraña. Piel blanca, cabellos oscuros y ondulados. Ojos
color miel. Mirada intensa, misteriosa, y atrapante. Nunca pasa
desapercibida, aunque es lo más que le gustaría.
A
Violeta el impulso a escribir le brota de las entrañas. Es un
impulso incontrolable. Violeta escribe tras una agitación incesante
que se apodera de ella. Escribe gobernada por un ajetreo constante.
Escribe sin pausa, sin tiempo ni espacio. Escribe desesperada.
Escribe inquieta y abrumada. Escribe rabiosa, sin saber lo que
escribe. Escribe sin importarle lo que escribe. Violeta escribe sin
sentido, para que su existencia tenga algún sentido.
Violeta
vive en la gran ciudad de Buenos Aires, en un pequeño departamento
que heredo de sus padres, tras un trágico accidente automovilístico
que se cobró la vida de ellos cuando Violeta tenía 30 semanas de
gestación. Violeta logro sobrevivir, y estuvo institucionalizada en
un hogar hasta su mayoría de edad, como así lo había indicado su
padre, en las últimas semanas que estuvo en la clínica luchando
entre la vida y la muerte.
Una
tarde de verano, sentada en el pequeño balcón del noveno piso donde
vive, Violeta empieza a escribir dolorida, extraña. Las manos no le
responden. Las yemas de los dedos no las siente. Un cosquilleo le
corre por los antebrazos. Le sudan las palmas de las manos. Pero
sigue escribiendo. Es que no puede parar de escribir.
Angustiada,
desolada. Con mucho esfuerzo y preocupación, Violeta continúa
escribiendo. Escribe cada vez más lento. Escribe cada vez más
asustada. Escribe cada vez más.
Va
transcurriendo el verano, y con el paso del tiempo, a Violeta se le
intensifican las sensaciones extrañas y los dolores en sus manos.
Por momentos se le paralizan las articulaciones de los dedos. Se le
hinchan las muñecas. El cosquilleo en los antebrazos ya se ha
convertido en un latido constante. Pero Violeta no puede parar de
escribir.
En
el escritorio de su habitación, con el aire caliente y el sol
entrando por la ventana, Violeta sigue escribiendo. Aturdida por las
bocinas y los buses que transitan por la avenida a donde da su piso,
Violeta pasa allí horas y horas, siempre escribiendo. Es su sitio
preferido. El ruido de las obras en construcción y los gritos de los
niños que juegan en los patios de las escuelas vecinas, es la música
de fondo de todos sus días.
Violeta
recibe una pensión por incapacidad, aunque algunos de sus escritos
son publicados en la revista del barrio. Violeta no puede vivir sola,
está al cuidado mío, que soy la portera de su edificio, según el
acuerdo al que llegamos con el juzgado de paz, retribuyendome a
cambio la posibilidad de alojarme en su hogar.
En
la madrugada del 21 de marzo, con la llegada del otoño, Violeta se
despierta sobresaltada, empapada en transpiración, con taquicardia y
sin poder respirar. Enciende la luz y ve que le faltan algunos dedos.
Instintivamente, los empieza a buscar por entre las sábanas. Y con
el correr de los segundos, comienza a ver cómo le van desapareciendo
todos los dedos de las manos.
Violeta
no entiende si esta dormida o despierta. Si lo que ve, o mejor dicho,
lo que no ve es real o se trata de una espantosa pesadilla. Cierra
los ojos y los vuelve a abrir. Apaga la luz y la vuelve a encender.
Pero todo sigue igual. Los dedos de las manos ya no están.
A
Violeta se le cae el lápiz con el que estaba escribiendo, mientras
estaba dormida. Ya no lo puede sostener. Ya no se puede sostener.
El
desenfreno es brutal. Ahogada en un alarido feroz, Violeta se pega la
cabeza contra la pared. Corre por toda la habitación, rebotando de
esquina a esquina. Grita cada vez más fuerte. Corre cada vez más
rápido. La perplejidad y el horror es devastador.
De
pronto, Violeta ya no grita. El silencio se torna ensordecedor.
Ese
día, Violeta cumple 30 años. Ese día, Violeta comienza a hablar.
Nunca
lo había hecho en su vida. Violeta nunca había pronunciado palabra,
hasta ese día. Su voz le resulta totalmente ajena. Se le seca la
boca y le cuesta mover la lengua. Violeta no sabe qué decir, pero
los labios se le mueven solos. Las oraciones salen de su garganta
como una imparable catarata.
Totalmente
desconcertada, Violeta juega con su voz y con las palabras. Canturrea
alguna cancioncita que recuerda haber oído por ahí. Habla más
fuerte y habla más bajo. Camina por toda la casa mientras continúa
hablando.
De
inmediato, los dedos de las manos le aparecen nuevamente. Sus manos
le responden otra vez. Las sensaciones extrañas en los antebrazos no
están más. Violeta intenta varias veces volver a escribir. Pera ya
no hay vuelta atrás.
Ahora
Violeta habla. Habla, habla y habla. Violeta no puede parar de
hablar.
Habla
cuando se despierta. Habla mientras desayuna. Habla por las mañanas
y habla por las tardes. Habla mientras merienda y habla cuando se
baña. Habla a la noche. Sí, habla dormida y habla despierta.
Violeta habla para despertarse. Habla sin sentido. Habla para que su
existencia tenga algún sentido.
A
Violeta el impulso a hablar le brota de las entrañas. Como un fuego
ardiente, que le quema la garganta.
Habla
agitada, habla inquieta, habla sin pausas.
Violeta
habla como escribe y escribe cuando habla.
Hundida
en una impotencia absoluta tras los intentos fallidos por volver a
escribir, triste y atormentada por no poder publicar más, Violeta me
pidió que escriba su historia. Y así fue como ella me la contó, y
así es como yo la escribí.
Escrito
en la-lengua.
B.C
No hay comentarios:
Publicar un comentario