martes, 31 de octubre de 2017

Escrito en la-lengua




Violeta escribe. Escribe, escribe y escribe.

Escribe desde siempre. Escribe en su computadora por las mañanas cuando se levanta. Escribe en un cuaderno mientras almuerza. Escribe por las tardes en hojas sueltas. Escribe en los azulejos mientras se baña. Escribe cuando cena y después de cenar. Escribe antes de irse a dormir. Escribe para dormirse y escribe mientras duerme. Sí, Violeta escribe dormida y escribe despierta. No puede parar de escribir.

Violeta es una joven muy inquieta, podría decirse. Lo que tiene de interesante, lo tiene de enigmática. Lo que tiene de reservada, lo tiene de extraña. Piel blanca, cabellos oscuros y ondulados. Ojos color miel. Mirada intensa, misteriosa, y atrapante. Nunca pasa desapercibida, aunque es lo más que le gustaría.

A Violeta el impulso a escribir le brota de las entrañas. Es un impulso incontrolable. Violeta escribe tras una agitación incesante que se apodera de ella. Escribe gobernada por un ajetreo constante. Escribe sin pausa, sin tiempo ni espacio. Escribe desesperada. Escribe inquieta y abrumada. Escribe rabiosa, sin saber lo que escribe. Escribe sin importarle lo que escribe. Violeta escribe sin sentido, para que su existencia tenga algún sentido.

Violeta vive en la gran ciudad de Buenos Aires, en un pequeño departamento que heredo de sus padres, tras un trágico accidente automovilístico que se cobró la vida de ellos cuando Violeta tenía 30 semanas de gestación. Violeta logro sobrevivir, y estuvo institucionalizada en un hogar hasta su mayoría de edad, como así lo había indicado su padre, en las últimas semanas que estuvo en la clínica luchando entre la vida y la muerte.

Una tarde de verano, sentada en el pequeño balcón del noveno piso donde vive, Violeta empieza a escribir dolorida, extraña. Las manos no le responden. Las yemas de los dedos no las siente. Un cosquilleo le corre por los antebrazos. Le sudan las palmas de las manos. Pero sigue escribiendo. Es que no puede parar de escribir.

Angustiada, desolada. Con mucho esfuerzo y preocupación, Violeta continúa escribiendo. Escribe cada vez más lento. Escribe cada vez más asustada. Escribe cada vez más.

Va transcurriendo el verano, y con el paso del tiempo, a Violeta se le intensifican las sensaciones extrañas y los dolores en sus manos. Por momentos se le paralizan las articulaciones de los dedos. Se le hinchan las muñecas. El cosquilleo en los antebrazos ya se ha convertido en un latido constante. Pero Violeta no puede parar de escribir.

En el escritorio de su habitación, con el aire caliente y el sol entrando por la ventana, Violeta sigue escribiendo. Aturdida por las bocinas y los buses que transitan por la avenida a donde da su piso, Violeta pasa allí horas y horas, siempre escribiendo. Es su sitio preferido. El ruido de las obras en construcción y los gritos de los niños que juegan en los patios de las escuelas vecinas, es la música de fondo de todos sus días.

Violeta recibe una pensión por incapacidad, aunque algunos de sus escritos son publicados en la revista del barrio. Violeta no puede vivir sola, está al cuidado mío, que soy la portera de su edificio, según el acuerdo al que llegamos con el juzgado de paz, retribuyendome a cambio la posibilidad de alojarme en su hogar.

En la madrugada del 21 de marzo, con la llegada del otoño, Violeta se despierta sobresaltada, empapada en transpiración, con taquicardia y sin poder respirar. Enciende la luz y ve que le faltan algunos dedos. Instintivamente, los empieza a buscar por entre las sábanas. Y con el correr de los segundos, comienza a ver cómo le van desapareciendo todos los dedos de las manos.

Violeta no entiende si esta dormida o despierta. Si lo que ve, o mejor dicho, lo que no ve es real o se trata de una espantosa pesadilla. Cierra los ojos y los vuelve a abrir. Apaga la luz y la vuelve a encender. Pero todo sigue igual. Los dedos de las manos ya no están.

A Violeta se le cae el lápiz con el que estaba escribiendo, mientras estaba dormida. Ya no lo puede sostener. Ya no se puede sostener.

El desenfreno es brutal. Ahogada en un alarido feroz, Violeta se pega la cabeza contra la pared. Corre por toda la habitación, rebotando de esquina a esquina. Grita cada vez más fuerte. Corre cada vez más rápido. La perplejidad y el horror es devastador.

De pronto, Violeta ya no grita. El silencio se torna ensordecedor.

Ese día, Violeta cumple 30 años. Ese día, Violeta comienza a hablar.

Nunca lo había hecho en su vida. Violeta nunca había pronunciado palabra, hasta ese día. Su voz le resulta totalmente ajena. Se le seca la boca y le cuesta mover la lengua. Violeta no sabe qué decir, pero los labios se le mueven solos. Las oraciones salen de su garganta como una imparable catarata.

Totalmente desconcertada, Violeta juega con su voz y con las palabras. Canturrea alguna cancioncita que recuerda haber oído por ahí. Habla más fuerte y habla más bajo. Camina por toda la casa mientras continúa hablando.

De inmediato, los dedos de las manos le aparecen nuevamente. Sus manos le responden otra vez. Las sensaciones extrañas en los antebrazos no están más. Violeta intenta varias veces volver a escribir. Pera ya no hay vuelta atrás.

Ahora Violeta habla. Habla, habla y habla. Violeta no puede parar de hablar.

Habla cuando se despierta. Habla mientras desayuna. Habla por las mañanas y habla por las tardes. Habla mientras merienda y habla cuando se baña. Habla a la noche. Sí, habla dormida y habla despierta. Violeta habla para despertarse. Habla sin sentido. Habla para que su existencia tenga algún sentido.

A Violeta el impulso a hablar le brota de las entrañas. Como un fuego ardiente, que le quema la garganta.

Habla agitada, habla inquieta, habla sin pausas.

Violeta habla como escribe y escribe cuando habla.

Hundida en una impotencia absoluta tras los intentos fallidos por volver a escribir, triste y atormentada por no poder publicar más, Violeta me pidió que escriba su historia. Y así fue como ella me la contó, y así es como yo la escribí.

Escrito en la-lengua.

B.C


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